Érase una vez, en un pequeño poblado perdido entre las montañas,
que vivían en una aldea recogida y alegre, un grupo de seres humanos.
Hacían lo que suelen hacer la mayoría de estos seres: dormir, trabajar, comer,
jugar y dormir. Pero he aquí que un día uno de ellos, por extraños motivos que
nos llevarían a otras historias, decidió marchar de ese pueblo. Reunió a todos
lo seres del pueblo y les manifestó su intención de salir más allá
de las montañas para conocer lo que se "cocía" en otros lugares.
- ¿Para qué?- le preguntaron sus amigos.
- Porque quiero saber- les respondió.
Nuestro amigo, al que desde ahora llamaremos Sixto, se dirigió
al norte, porque desde antiguo al pueblo habían llegado noticias,
que allí era dónde existía más saber.
Pasó un tiempo sin noticias de Sixto, hasta que un buen día apareció en
lontananza. Hubo gran alegría en el poblado, todos le rodeaban,
le preguntaban, pero él venía cansado del viaje y pidió que le
dejasen descansar. Al día siguiente, a la puerta de su casa,
todo el mundo estaba reunido esperando que él apareciera.
Cuando lo hizo, todos prorrumpieron en aplausos y aclamándole
le pedían que compartiera con ellos su saber.
- Bueno, veréis, lo único que he aprendido no puedo compartirlo con vosotros.
!Oh! Que desilusión entre los seres del poblado.
-¿Por qué?- se atrevió a preguntar un niño (todos sabemos que los niños son muy atrevidos)
- Porque lo que he aprendido es a distinguir el sabor de las cosas.
Un murmullo de perplejidad se adueñó del pueblo.
- Veréis, amigos. Cuando llegué al norte, me sentí perdido.
Había mucha gente, ciudades enormes, y en ese estado me encontraba
cuando vi en un cartel que se daban cursos de cocina rápida. Como
el hambre me acuciaba pensé que no vendría nada mal llenar el
estómago con algo y de paso aprender a cocinar comidas diferentes.
Entré pero, ¿sabéis?, el curso no era para aprender a cocinar, no.
Era para aprender a saborear la comida.
-¡Oh!- murmuraron los del pueblo- Y eso ¿cómo se aprende?
-¡Ah! Amigos míos es bastante complicado de explicar con palabras -dijo
Sixto- los profesores se limitaban a dibujar esquemas y diagramas en la
pizarra, y nos decían: "Tenéis que sentir el sabor de ésta posición del
esquema". Otro incidía: "No hay que dar vueltas buscando el mejor sabor.
Sabor solo hay uno, y es aquel que no tiene sabor, porque en él
están todos los sabores".
Y nos ponía el ejemplo de la luz blanca que se descompone en diferentes
colores cuando pasa por un prisma. "El lugar -decía el jefe de cocina-
donde hay y no hay luz blanca es el sabor sin sabor".
El pueblo entero estaba maravillado de esta explicación.
- Por favor, dibújanos esos esquemas. Nosotros queremos
experimentar ese sabor sin sabor.
Sixto los miró con conmiseración, y quedamente les dijo:
- Amigos míos, esto es lo que me enseñaron en aquella ciudad, pero
de regreso al pueblo me he dado cuenta, a través de procesos que
si os lo contara a alguno de vosotros se volvería más confundido, digo
que me he dado cuenta que todo eso no sirve para nada.
- ¡¿Qué?!- preguntó asombrado el pueblo.
- Os lo explicaré. La clave está en dos palabras: "sentir" y sabor".
Vosotros queréis saber a que sabe el sabor sin sabor. ¿Es cierto?
- ¡Sí!
- Y yo os digo que eso no es lo importante, lo importante es
sentir el sabor. Saber sentir el sabor.
- ¡Ah!- los seres del poblado se miraron unos a otros.
Un niño, el mismo de antes, que por lo visto era un poco pesado con sus preguntas, dijo:
- Sixto, Sixto...
- Sí, niño, dime.
- ¿Podrías decirme, entonces, por qué esos señores que hablaban
mediante gráficos del sabor sin sabor dan esas clases?¿Por qué
utilizan esquemas si no son importantes?¿Por qué malgastan su
tiempo y su energía en dar un arte objetivo a la subjetividad de la gente? ¿Por qué...?
- ¡Niño, calla! -gritó Sixto- Tú no puedes saberlo porque no has
estado dónde yo he estado, ni has visto lo que yo he visto. Esas
personas que dibujaban el sabor, sabían lo que estaban haciendo,
lo transmitían de una manera especial, de tal forma que se introducía
poco a poco en el organismo y ha sido ahora, al llegar al pueblo,
cuando me he dado cuenta de que es lo realmente importante.
- ¡Dínoslo, Sixto, dínoslo! - gritó todo el pueblo.
- Hay que sentir el sabor, ya os lo he dicho.
- ¿Y cómo sabemos que es lo que sentimos si no tenemos un espejo en
el cual mirarnos?, preguntó el mismo niño de antes.
Sixto miró con dulzura al niño y le dijo:
- Niño, ¡eres un pesado insolente!- sonrió y desapareció
en su casa para darse un baño".
Cuento Sufí
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