Cuenta la leyenda que en un monasterio budista ubicado en una ladera casi inaccesible de las frías y escarpadas montañas de los Himalayas, un buen día uno de los monjes guardianes amaneció sin vida.
Le hicieron los rituales tibetanos propios para esas ocasiones, llenas de profundo respeto y misticismo.
Sin embargo, era preciso que algún otro monje asumiera las funciones del puesto vacante del guardián. Debía encontrarse el monje adecuado para llevarlas a cabo.
El Gran Maestro convocó a todos los discípulos del monasterio para determinar quien ocuparía el honroso puesto de Guardián.
El Maestro, con mucha tranquilidad y calma, colocó una magnífica mesita en el centro de la enorme sala en la que estaban reunidos y encima de ésta, colocó un exquisito jarrón de porcelana, y en él, una rosa amarilla de extraordinaria belleza y dijo:
He aquí el problema.
Quien lo resuelva asumirá el puesto de Honorable Guardián de nuestro monasterio.
Todos quedaron asombrados mirando aquella escena: un jarrón de gran valor y belleza, con una maravillosa flor en el centro.
Los monjes se quedaron como petrificados, en el más respetuoso silencio, hundidos en sus interrogantes internas…
¿Qué representaría ese bello jarrón con flores?
¿Qué hacer con él?
¿Cuál podría ser el enigma encerrado en tan delicada belleza?
¿Simbolizaría acaso las tentaciones del mundo?
¿Podría ser algo tan simple como que necesitara agua la flor?
Eran tantas preguntas…
En momento determinado, uno de los discípulos sacó una espada, miró al Gran Maestro, y a todos sus compañeros, se dirigió al centro de la sala y Zas... destruyó el Jarrón de un sólo golpe.
Tan pronto el discípulo retornó a su lugar, el Gran Maestro dijo:
"Alguien se ha atrevido no sólo a dar solución al problema, sino a eliminarlo. Honremos a nuestro nuevo Guardián del Monasterio"
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