Había una vez una araña de cuadro, de esas tan artísticas que habitan en los sótanos de los museos, donde los cuadros permanecen olvidados durante años para que puedan tejer impresionantes telarañas. Nuestra araña era la mejor tejedora del museo, y su casa era realmente espectacular. Todos sus esfuerzos estaban dedicados al cuidado de su telaraña, que consideraba la más valiosa del mundo.
Pero con el tiempo, aquel museo reorganizó sus pinturas, y empezó a encontrar sitio para algunos de los cuadros del sótano. Muchas arañas se dieron cuenta y fueron precavidas, pero la nuestra no le daba importancia a todo aquello: no pasa nada, decía sólo serán unos pocos cuadros. Y siguieron saliendo más y más cuadros, pero la araña seguía aferrada a su telaraña, ¿dónde voy a encontrar un sitio mejor que éste?, se decía. Hasta que una mañana temprano, sin tiempo para reaccionar, se llevaron su cuadro, y con él a la araña, pegada a su teleraña. La araña se dio cuenta entonces de que sólo por no querer perder su telaraña iba a acabar en la sala de exposiciones, y en un alarde de valentía y decisión, decidió abandonar su magnífica telearaña, a la que tanto esfuerzo había dedicado.
Y menos mal que lo hizo, porque así se salvó de los insecticidas de la sala de exposición. Y no sólo por eso, sino porque en su huída, después de pasar muchas dificultades, acabó en un pequeño jardincito escondido, donde encontró un rinconcito tan tranquilo, que allí pudo tejer una tela aún mejor, y ser una araña mucho más feliz.
Autor.. Pedro Pablo Sacristan
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