Recuerdo las navidades de mi infancia,algo lejanas en el tiempo,
pero sin duda alguna, nada lejanas para el corazón.
Recuerdo aquellas navidades, sin arbolito ni nacimiento
como aquí se estila, ni pavo a las 12 de la noche...
sólo una que otra lucecita encendiéndose
y apagándose monótonamente
junto a la ventana de mi habitación.
Mis hermanos y yo nunca esperábamos regalos ostentosos,
solo algún que otro juguete a pilas o no,
que nos iluminara los ojos, pero sobre todo el alma.
Era todo lo que la economía de papá podía comprar.
Mas a cambio de aquellos regalos que hoy asombran
la inocencia de los niños de hoy, los niños de ayer,
o por lo menos los niños de aquel ayer,
nos contentábamos realmente con poco.
Una bengala encendida antes de las 12, un emocionado:
"¡ya nació el niño Dios!", la alegría en los ojos de mamá...
¿Era necesario pedir más? Nosotros los niños,
nunca esperábamos las 12 de la noche despiertos,
la tradición de todos en casa era que nos fuéramos
a dormir mucho antes, con la promesa:
"mañana al despertar verán lo que el niño les ha traído".
Así, prestos no íbamos a dormir, pensando en maravillas,
preciosas maravillas de las que solo pueden imaginar
los niños en nochebuena. Al amanecer,
ni bien nos revolvíamos en nuestras camas
con los primeros albores del nuevo día,
¡OH sorpresa! ¡Sí, era verdad! el niño ha llegado hasta
nosotros y nos ha dejado sobre la cama...
y envueltos en papel de regalo.
Cómo no recordar esas emociones,
cómo olvidar aquel sonido mágico
del juguete dentro de aquel papel multicolor.
Recuerdo las navidades de mi infancia,
algo lejanas en el tiempo,
pero sin duda alguna, nada lejanas para el corazón.
Seguro que tampoco lo son para tu corazón...