Hay cosas en la vida que te hacen crecer en un instante. Pasas largas temporadas que no dejarán huella en tu recuerdo, y en cambio hay momentos que te cambian todos los esquemas que tenías hasta entonces.
Una vez casi me muero. No tenía pareja, ni trabajo, aunque en apenas dos meses iba a firmar un contrato con el que había estado soñando durante tres años. Pero la noche del 23 de febrero de 1999 iba a cambiarlo todo. Quedaban diez meses para pasar al siglo XXI, del que tanto habíamos hablado. La gente no viajaba en coches voladores que levitaban a un metro del suelo tal como yo había imaginado de niña y nadie sabía si el famoso Efecto XXI iba a crear un cibercaos como se habían encargado de predecir los grandes gurús informáticos de la época.
En el siglo XXI que yo me había imaginado a los siete años, cuando jugaba a ser mayor, iba a ser una madre joven de dos críos que prolongarían mis genes en el futuro además de una genial artista del lienzo que expondría sus obras en las mejores galerías del mundo. Mi marido (cuando yo era niña no se entendían las familias monoparentales ni las parejas de hecho) sería un tipo guapo pero serio y difícil de conquistar, con mucho atractivo personal, una sonrisa que le marcara un hoyuelo en la cara y un flequillo que le cayera sobre los ojos dejando adivinar una mirada tímida. Una mezcla de Keanu Reeves, Christopher Reeve y todos los hombres llamados Reeves del mundo. Señora de Reeves no sonaba nada mal. Pero como digo, eso era lo que yo imaginaba de niña.
La fatídica noche del 23-F de 1999, cuando se cumplía justo la mayoría de edad del aniversario del fallido golpe de Estado de Tejero, yo me estaba debatiendo entre la vida y la muerte en un hospital y nadie parecía darse cuenta. Mi madre y mi hermana mayor se pasaron conmigo toda la noche. Aquella noche de cristales rotos ellas y yo no dormimos. Ellas porque querían estar alerta por si algo pasaba. Yo, porque sabía que me estaba muriendo.
Era la víspera del siglo XXI. Yo no estaba casada con Keanu Reeves, ni teníamos dos nenes bilingües con la mirada de Keanu y mi ironía. Ni siquiera pintaba cuadros. Mi sentido del arte lo había dejado aparcado el día que decidí dedicar mi talento a estudiar Medicina. En algún momento de mi vida había tomado esta decisión -insólita para mi madre, que era bastante escrupulosa- superando la idea peregrina de que ya no iba a encontrar jamás el amor de mi vida, ni por supuesto iba a ser la madre de nadie. Mis genes y mi estirpe terminarían conmigo cuando yo dejara de respirar, aquella misma noche.
Pero una vez más me equivoqué. Si algo he aprendido de aquella prueba y después en mi experiencia profesional es que cada quien, por muy mal que esté, tiene su día. Y aquel no fue el mío. No tuve hijos. Ese día perdí la posibilidad, pero no echo de menos a mis vástagos, tan sólo a veces me ataca la curiosidad de saber cómo hubieran sido y trato de ponerles una cara con la mirada de Keanu y mi sentido del humor.
Desde el 23 de febrero de 1999 tuve siete amores más. De ellos, dos fueron lo que llamamos “el amor de mi vida” (de uno aún estoy convencida de que lo es). Ninguno de ellos está hoy a mi lado. La persona que comparte mis días llegó por casualidad en un ascensor y se bajó conmigo en el mismo piso. Desde entonces nunca nos hemos separado. No se llama Mr. Reeves, ni tiene la mirada tímida bajo un flequillo rebelde, pero cuando sonríe, en su cara parece el hoyuelo que imaginaba.
Dicen que el corazón tiene solamente una llave. Yo os puedo asegurar que es una llave con un manojo de copias. Que el amor siempre merece la pena, aunque luego duela cuando se acaba. Que no tienes que arrepentirte de lo que un día te hizo sonreír. Y que el amor de tu vida no es siempre el único, y en ocasiones tampoco el más aconsejable cuando las circunstancias son las que son y no van a cambiar por más que te empeñes. Que a veces llegas tarde a la vida de alguien y tienes que asumirlo. Y que vivir la vida después de una segunda oportunidad, es una experiencia que debería de ocurrirnos a todos alguna vez porque te ayuda a replantearte los esquemas, sanea el extraño sistema de valores que tiene esta sociedad de prisas y comida rápida y te ayuda a valorar las pequeñas grandes cosas que tienes y que el día menos esperado vas a perder de forma irremediable, porque nunca nada dura para siempre...
(La Dama)