Incesto, abusos, violaciones, religión... El director, que acaba de estrenar ‘La voz humana’, ha conseguido que sus personajes, tramas e ideas subversivas y muy polémicas se conviertan en éxitos de taquilla dentro y fuera de España
IANKO LÓPEZ
Tienen razón quienes insisten en que La voz humana, el mediometraje que este pasado miércoles estrenó en los cines Pedro Almodóvar, es una condensación de toda su carrera. Ahí están las citas a su obra pasada y futura, el tema de la mujer abandonada, el recurso a la pieza teatral o la saturación cromática y escenográfica, que componen un medido mecanismo autorreferencial. De lo que no se ha hablado tanto es de la osadía de apuestas como la infidelidad al texto original de Cocteau (al que homenajea en la misma medida que traiciona) o un final que no procede destripar, pero que presenta una naturaleza aún más incendiaria de lo que a simple vista parece.
Todo es siempre más de lo que parece con Almodóvar. Entre otras cosas, por su habilidad para salirse con la suya con decisiones que, aunque en algunas ocasiones han generado escándalo, a otros autores ni siquiera les habríamos permitido. No es solo cuestión de los clásicos sexo, drogas e irreverencia religiosa, que de todos modos no suele escatimarnos. Es que también ha presentado situaciones de una ambigüedad moral como mínimo desconcertante, resultado de un universo creativo sumamente rico y complejo. Un repaso cronológico por su obra nos ofrece numerosos ejemplos.
Todo comenzó con una violación
No puede ser casualidad que el primer largo almodovariano, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), comenzara con una violación. El deseo de venganza de Luci (Carmen Maura), la víctima, desencadena una trama donde, además de un concurso de erecciones, una canción llamada Murciana marrana y la célebre lluvia dorada administrada por una Alaska adolescente, destaca una peliaguda representación de la violencia machista. Porque Pepi (Eva Siva) es un ama de casa masoquista que recibe las palizas de su marido policía (a su vez, el violador inaugural) con ostensible satisfacción. Hablamos de otros tiempos en los que el clima social aún permitía que el asunto se expusiera con cierta frivolidad: curiosamente, esto se debía al propio machismo estructural que Almodóvar y otros modernos combatían con su actitud insolente y licenciosa.
Porque a quien afea al director manchego que no tomara una postura política progresista en plena Transición habría que recordarle que, en aquel momento, el hedonismo de una película como Laberinto de pasiones (protagonizada por una joven hipersexuada y el heredero gay de una monarquía del Medio Oriente camuflado en el fárrago de la Movida madrileña) suponía una bomba plantada sobre las ruinas del franquismo residual. Vuelven a aparecer en ella las violaciones e incestos, pero tampoco se queda atrás su tratamiento de la reproducción asistida. La emperatriz Toraya del Tirán está obsesionada con tener un hijo, y para eso acude al mejor especialista mundial en fecundación in vitro: hay mucho por lo que escandalizarse sanamente en la escena de la consulta, con esa niña probeta (término que hoy consideraríamos bastante inaceptable) cuyas manitas son atentamente inspeccionadas por Toraya cuando la propia madre no duda en afirmar que su hija es “un monstruo”.
Pero la apuesta se dobló con Entre tinieblas (1983). Pocos meses después de que el Papa Juan Pablo II realizara su primer viaje a España y 150.000 jóvenes lo aclamaran al grito de Totus tuus en un estadio de fútbol, se estrenaba esta película protagonizada por monjas adictas a diversas drogas y regidas por una madre superiora lesbiana. La escena en la que la superiora y su amante cabaretera se inyectan heroína en una habitación repleta de imaginería cristiana es uno de los momentos más extremos y subversivos de la cinematografía española (y más allá), y así se entendió en el festival de Venecia, donde logró colarse a pesar de las presiones en contra de grupos cristianos.
Las drogas vuelven a aparecer en la falsamente neorrealista ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) aunque en ella la situación más escabrosa llega cuando la protagonista vende a su hijo adolescente a un dentista pederasta (Javier Gurruchaga) para comprarse una plancha de pelo. Del mismo modo, en Matador (1986) se desata un torrente de sexo, crímenes y madres del Opus Dei, pero el hecho de que su personaje principal sea un torero, y el erotismo con el que se filman los ejercicios de los aprendices en el ruedo, resultan aún más comprometidos para la sensibilidad actual.
Lo mismo ocurre en La ley del deseo (1987): en aquellos días se percibió como una audacia que sus protagonistas fueran hombres homosexuales. Y sin duda lo era. Pero lo que a las nuevas generaciones les debería resultar más chocante es la irrupción del incesto en la trama. La transgénero Tina (Carmen Maura) mantenía de niña (“entonces yo era chico”) relaciones con su progenitor, lo que no se contempla con particular escándalo en el contexto de la película. Poco después el mundo cambió, o lo hizo Almodóvar: no hay más que ver cómo en Volver (2006) la violación de una chica por su padre sí se presentaba como un episodio aterrador y traumático.
Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) es en teoría una película para todos los públicos, con su Madrid de colorido pop y su perfecta estructura de comedia ligera. Pero la ligereza afecta también al tratamiento del terrorismo internacional (“en mi casa colaboro con quien me da la gana”) en un momento en el que España vivía los peores años de la amenaza etarra. No se registraron protestas al respecto, aunque tal vez un escenario post 11-S no habría sido tan permisivo con este recurso narrativo y cómico.
La década se cierra con ¡Átame! (1989) quizá la película más abiertamente polémica del director. Inspirada en El coleccionista de Wyler y quizá en La bella y la bestia (Cocteau, de nuevo), fue criticada por asociaciones feministas en su periplo internacional. Victoria Abril interpreta a Marina, una actriz porno en pleno proceso de redención profesional que es retenida en su piso, golpeada, maniatada y obligada a convivir con su agresor, junto al que decide quedarse arrastrada por el vendaval del amour fou. Almodóvar reincidiría después en algunas de estas claves argumentales, con distintas variantes y a veces subvertidas: en especial, en Carne trémula, La piel que habito y Hable con ella. Además, en los Estados Unidos, debido a su contenido erótico (corrió el rumor de que la escena de sexo entre Abril y Banderas no era simulada) se le asignó la clasificación X. Miramax, la distribuidora de los hermanos Weinstein, recurrió a los tribunales y perdió. El estreno se produjo finalmente sin clasificación, y el caso abrió un debate que llevó a la aparición de una categoría nueva, NC-17, que excluía a los menores.
Los noventa se vuelven negros
“Tienes que aprender a resolver tus problemas con los hombres de otra manera”, le insta Becky del Páramo (Marisa Paredes) a su hija Rebeca (Victoria Abril) en Tacones lejanos (1991). Porque la “manera” de Rebeca implica un asesinato que queda impune (bueno, dos), gracias al final feliz de este estilizado melodrama sirkiano. Inmediatamente después llegaba Kika (1993), una de las películas más negras de Almodóvar a pesar de su rabioso colorido visual. Allí no hay impunidad para los asesinatos, pero sí para la violación de la protagonista, otra escena polémica entonces y ahora, y que nos ubica ante la cuestión –tan actual– de los límites del humor: ¿es lícito convertir en momento cómico la violación de una mujer? Quizá influenciada por el desconcierto ante la pregunta, la crítica española masacró el filme, cuando se trataba de un trabajo formal y narrativamente arriesgadísimo que casi siempre funcionaba a la perfección. Además formulaba una crítica a los medios de comunicación y los realities televisivos que después se demostraría visionaria.
Pocos elementos así de discutibles encontramos en la estupenda La flor de mi secreto (1995) o en Carne trémula (1997). Aunque en esta última se podría señalar la opción de la protagonista de quedarse junto al hombre que tiempo atrás irrumpió en su casa al estilo del Ricky de ¡Átame!, originando una tragedia de la que fue víctima su novio anterior, el policía interpretado por Javier Bardem. Por su parte, Ángela Molina sufre los malos tratos de su marido policía, esta vez sin complacencia alguna, lo que la convierte en el reverso de Pepi en Pepi, Luci, Bom.
Todo sobre mi madre (1999) sería el “redescubrimiento” internacional de Almodóvar. El público abrazó con entusiasmo este melodrama misterioso y autorreferencial plagado de detalles delirantes que, una vez más, solo el talento creativo de su autor nos permite aceptar. Porque, ¿a qué otro le compraríamos el asunto de la monja embarazada y contagiada de VIH por una mujer trans y bisexual? “Las mujeres somos más tolerantes”, razona la religiosa (Penélope Cruz). “¡Somos gilipollas!”, se opone el personaje de Cecilia Roth. “Y un poco bolleras”. Nada que añadir, señoría.
Redoble de tambores en el siglo XXI
El siglo XXI empezó en lo más alto de este ranking gracias a Hable con ella (2002), donde se nos presenta como un personaje afable, y casi digno de compasión, el enfermero (Javier Cámara) que viola a una mujer en coma. De nuevo, solo Almodóvar sería capaz de posicionar al espectador en ese lugar: con gran astucia, escamoteaba la agresión mediante una elipsis en forma de película muda. Por cierto, en su día también se produjo un pequeño escándalo por el uso de los toros durante el rodaje, algo que muchos antitaurinos aún no han perdonado.
Pero después la carga ofensiva fue diluyéndose en el cine de Almodóvar, hasta casi extinguirse en casos como Los abrazos rotos (2009) o Julieta (2016). Pero no siempre. En La mala educación (2004) se habla con valentía de los abusos sexuales en la Iglesia, así que no sale nada bien parado un clero que en nuestro país se ha ocupado tradicionalmente de la formación de niños y jóvenes. La piel que habito (2011) es bastantes cosas, entre ellas una reflexión sobre lo más inexpugnable de la identidad humana. Pero muchos no entendieron la aparente ambigüedad del personaje que interpretaba Elena Anaya, quien tras ser secuestrada y sometida por la fuerza a una operación de cambio de sexo parece experimentar un cierto síndrome de Estocolmo hacia su verdugo. El final de la película (quizá el mejor de todo el cine almodovariano) contradice esta interpretación, pero hasta entonces los espectadores más sensibles estaban en un sinvivir.
¿Quieren polémica? Pues vamos con toda la artillería: sostenemos aquí que Los amantes pasajeros (2013) es una fantástica comedia, además de una acerada denuncia del modelo económico que hundió a España allá por los dosmiles. Lo que, por supuesto, no impide que esté plagada de chistes soeces sobre penes y mariconeo de otra era, cosas que la ni crítica ni el público estuvieron dispuestos a perdonarle. En ella destaca también el uso desenfadado y nada moralizante de las drogas recreativas, a las que los pasajeros del título, encerrados en un avión que no puede aterrizar, se entregan con entusiasmo para rebajar las tensiones del confinamiento (inesperado paralelismo con la actual situación). Frente a esto, las alusiones a las costumbres sexuales del anterior rey de España en boca de la madame encarnada por Cecilia Roth resultan casi inofensivas.
De nuevo, en Dolor y gloria (2019) la irreverencia es cuestión de estupefacientes. Su protagonista entra y sale de la adicción a la heroína con una sorprendente desenvoltura, cuando en este punto los códigos del decoro suelen exigir el preceptivo calvario de mono y rehabilitación. El propio Almodóvar tuvo que aclarar que él no había probado esta droga, lo que de hecho era una prueba de lo convincente que resultaba su sofisticado ejercicio de autoficción. Una escena como aquella que mostraba con precisión casi didáctica cómo Antonio Banderas y Asier Etxeandia elaboraban y consumían un chino (“¡La gota, la gota!”) no es algo que el público –relativamente amplio- de una película así esté acostumbrado a contemplar. Y sin embargo lo hizo sin mover una pestaña.
De todos modos, uno de los ejercicios de provocación más logrados y sibilinos de Almodóvar no corresponde a una película de cine, sino a otro mediometraje. Realizado en 1984 para Televisión Española, Trailer para amantes de lo prohibido presenta además muchos puntos en común con La voz humana. Al igual que esta, enmarcaba la historia de una mujer abandonada en un decorado brechtiano y manifiestamente falso, solo que en lugar de Tilda Swinton teníamos a la más cañí Josele Román. Movida por la desesperación, su personaje hace cosas como atracar a una mujer a punta de pistola obligándola además a despojarse de sus bragas, y termina cargándose a su marido sin ningún miramiento. Después, como a la actriz de La voz humana, le espera un futuro pleno de esperanza. Figuradamente, Almodóvar rociaba de gasolina el corazón mismo del mainstream (representado por la tele pública), para inflamarlo con la llama de su transgresión.