El dolor llega de muchas maneras a la propia vida.
A veces por circunstancias y situaciones externas: una crisis económica, un terremoto,
un accidente de tráfico, una epidemia. Otras veces, a través de personas concretas:
un “amigo” que nos traiciona, un consejero que nos engaña, un prestamista que nos
ahoga con su extorsión, un enemigo que consigue destruir nuestra fama...
También hay dolores que nacen desde uno mismo. Porque descubrimos nuestra miseria,
porque fuimos infieles a una promesa, porque no supimos ayudar al amigo cuando lo
necesitaba, porque cedimos a una tentación mezquina, porque nos encerramos en el
egoísmo, porque no aprendimos a ser humildes, porque dejamos que el odio aprisionase
el propio corazón...
En esos momentos, sentimos necesidad del consuelo de un amigo, de un familiar, de una
persona honesta. Pero no será nunca suficiente. Porque ciertos males pueden ser curados
sólo con una Mano capaz de llegar dentro, a lo más íntimo, a lo más profundo, a lo más
misterioso de uno mismo.
Dios nos ofrece, en tantos modos, esa Mano amiga. En la confesión, cuando acoge nuestro
gesto humilde y nos repite, como en tantas páginas del Evangelio, “Yo te perdono”.
En la Eucaristía, cuando participamos dignamente del Sacrificio de la Pascua, cuando tocamos
al Cordero que sigue en medio de su Pueblo.
En los ratos de lectura del Evangelio, que nos traen ecos del Maestro, que nos susurran al oído
enseñanzas de consuelo.
Dios permite que la vida nos hiera de mil modos.
Pero siempre encontraremos en Su Amor un consuelo capaz de vendar la herida, de curar
con su mano las penas del alma (cf. Jb 5,18 y Sal 147,3).
Al mismo tiempo, ese Amor nos invitará a convertirnos, los unos para con los nosotros, en consuelo
mutuo. “Y el Dios de la paciencia y del consuelo os conceda tener los unos para con los otros los
mismos sentimientos, según Cristo Jesús” (Rm 15,5).
Sí: Dios es un Dios de consuelo, es un Dios cariñoso, es un Dios que conserva y que mima a cada
uno de sus hijos. Quizá ahora no comprendemos el porqué de una prueba, de una enfermedad,
de la muerte de un ser querido. Pero si acogemos Su misericordia, si vivimos confiados en su Amor,
ya aquí gozaremos de la paz de Cristo.
Y un día lo veremos, sin misterios, como Amor divino, como Consuelo eterno y verdadero.
Autor: P. Fernando Pascual LC