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De: Urshula (Mensaje original) |
Enviado: 04/03/2010 04:54 |
I. Biografía
Karol Wojtyla nace el 18 de mayo de 1920, en Wadowice, a unos pocos kilómetros de Cracovia, una importante ciudad y centro industrial al norte de Polonia.
Su padre, un hombre profundamente religioso, era militar de profesión. Enviudó cuando Karol contaba apenas con nueve años. De él -según su propio testimonio- recibió la mejor formación: «Bastaba su ejemplo para inculcar disciplina y sentido del deber. Era una persona excepcional».
De joven el interés de Karol se dirigió hacia el estudio de los clásicos, griegos y latinos. Con el tiempo fue creciendo en él un singular amor a la filología: a principios de 1938 se traslada junto con su padre a Cracovia para matricularse en la universidad Jaghellonica y cursar allí estudios de filología polaca.
Sin embargo, con la ocupación de Polonia por parte de las tropas de Hitler, hecho acontecido el 1 de septiembre de 1939, sus planes de estudiar filología se verían definitivamente truncados.
En esta difícil situación, y con el fin de evitar la deportación a Alemania, Karol busca un trabajo. Es contratado como obrero en una cantera de piedra, vinculada a una fábrica química, de nombre Solvay.
También en aquella difícil época Karol se iniciaba en el "teatro de la palabra viva", una forma muy sencilla de hacer teatro: la actuación consistía esencialmente en la recitación de un texto poético. Las representaciones se realizaban en la clandestinidad, en un círculo muy íntimo, por el riesgo de verse sometidos a graves sanciones por parte de los nazis.
Otra importante ocupación de Karol por aquella época era la ayuda eficaz que prestaba a las familias judías para que pudiesen escapar de la persecución decretada por el régimen nacionalsocialista. Poniendo en riesgo su propia vida, salvaría la vida de muchos judíos.
A principios de 1941 muere su padre. Karol contaba por entonces con 21 años de edad. Este doloroso acontecimiento marcará un hito importante en el camino de su propia vocación: «después de la muerte de mi padre -dirá el Santo Padre en diálogo con André Frossard-, poco a poco fui tomando conciencia de mi verdadero camino. Yo trabajaba en la fábrica y, en la medida en que lo permitía el terror de la ocupación, cultivaba mi afición a las letras y al arte dramático. Mi vocación sacerdotal tomó cuerpo en medio de todo esto, como un hecho interior de una transparencia indiscutible y absoluta. Al año siguiente, en otoño, sabía ya que había sido llamado. Veía claramente qué era lo que debía abandonar y el objetivo que debía alcanzar "sin una mirada atrás". Sería sacerdote».
Habiendo escuchado e identificado con claridad el llamado del Señor y pronunciando sin miedo su propio “sí”, el joven Karol emprende el camino de su preparación para el sacerdocio ingresando al seminario clandestino de Cracovia, en 1942. Dadas las siempre difíciles circunstancias, el hecho de su ingreso al seminario -que se había establecido clandestinamente en la residencia del Arzobispo Metropolitano, futuro Cardenal Adam Stepan Sapieha- debía quedar en la más absoluta reserva, por lo que no dejó de trabajar como obrero en Solvay. Años de intensa formación transcurrieron en la clandestinidad hasta el 18 de enero de 1945, cuando los alemanes abandonaron la ciudad ante la llegada de la "armada roja".
El 1 de noviembre de 1946, fiesta de Todos los Santos, llegó el día anhelado: por la imposición de manos de su Obispo, Karol participaba desde entonces -y para siempre- del sacerdocio del Señor. De inmediato el padre Wojtyla fue enviado a Roma para continuar en el Angelicum sus estudios teológicos.
Dos años más tarde, culminados excelentemente los estudios previstos, vuelve a su tierra natal: «Regresaba de Roma a Cracovia -dice el Santo Padre en Don y Misterio- con el sentido de la universalidad de la misión sacerdotal, que sería magistralmente expresado por el Concilio Vaticano II, sobre todo en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium. No sólo el obispo, sino también cada sacerdote debe vivir la solicitud por toda la Iglesia y sentirse, de algún modo, responsable de ella».
Como Vicario fue destinado a la parroquia de Niegowic, donde además de cumplir con las obligaciones pastorales propias de la parroquia, asumió la enseñanza del curso de religión en cinco escuelas elementales.
Pasado un año fue trasladado a la parroquia de San Florián. Entre sus nuevas labores pastorales le tocó hacerse cargo de la pastoral universitaria de Cracovia. Semanalmente iba disertando -para la juventud universitaria- sobre temas básicos que tocaban los problemas fundamentales sobre la existencia de Dios y la espiritualidad del ser humano, temas que eran necesarios profundizar junto con la juventud en el contexto del ateísmo militante, impuesto por el régimen comunista de turno en el gobierno de Polonia.
Dos años después, en 1951, el nuevo Arzobispo de Cracovia, mons. Eugeniusz Baziak, quiso orientar la labor del padre Wojtyla más hacia la investigación y la docencia. No sin un gran sacrificio de su parte, el padre Karol hubo de reducir notablemente su trabajo pastoral para dedicarse a la enseñanza de Ética y Teología Moral en la Universidad Católica de Lublín. A él se le encomendó la cátedra de Ética. Su labor docente la ejerció posteriormente también en la Facultad de Teología de la Universidad Estatal de Cracovia.
Nombrado Obispo por el Papa Pío XII, fue consagrado el 23 de setiembre de 1958. Fue entonces destinado como Obispo auxiliar a la diócesis de Cracovia, quedando a cargo de la misma en 1964. Dos años después, la diócesis de Cracovia sería elevada al rango de Arquidiócesis por el Papa Pablo VI.
Su labor pastoral como Obispo estuvo marcada por su preocupación y cuidado para con las vocaciones sacerdotales. En este sentido, su infatigable labor apostólica y su intenso testimonio sacerdotal dieron lugar a una abundante respuesta de muchos jóvenes que descubrieron su llamado al sacerdocio y tuvieron el coraje de seguirlo.
Asimismo, ya desde entonces destacaba entre sus grandes preocupaciones la integración de los laicos en las tareas pastorales.
Mons. Wojtyla tendrá una activa participación en el Concilio Vaticano II. Además de sus intervenciones, que fueron numerosas, fue elegido para formar parte de tres comisiones: Sacramentos y Culto Divino, Clero y Educación Católica. Asimismo formó parte del comité de redacción que tuvo a su cargo la elaboración de la Constitución pastoral Gaudium et spes.
Es creado Cardenal por el Papa Pablo VI en 1967, un año clave para la Iglesia peregrina en tierras polacas. Fue entonces que la Sede Apostólica puso en marcha su conocida Ostpolitik, dando inicio a un importante "deshielo" a nivel de las frías relaciones entre la Iglesia y el Estado comunista. El flamante Cardenal Wojtyla asumiría un importante papel en este diálogo, y sin duda respondió a esta difícil y delicada tarea con mucho coraje y habilidad. Su postura -la postura en representación de la Iglesia- era la misma que había sido tomada también por sus ejemplares predecesores: la defensa de la dignidad y derechos de toda persona humana, así como la defensa del derecho de los fieles a profesar libremente su fe.
Su sagacidad y tenacidad le permitieron obtener también otras significativas victorias: tras largos años de esfuerzos, en contra de la persistente oposición de las autoridades, tuvo el gran gozo de inaugurar una iglesia en Nowa Huta, una "ciudad piloto" comunista. La iglesia, construida íntegramente por voluntarios, se alzaba finalmente como símbolo silente y a la vez elocuente de la victoria de la fe cristiana sobre el régimen comunista.
En cuanto a la pastoral de su arquidiócesis, el continuo crecimiento de la cuidad planteaba al Cardenal muchos retos. Ello motivó a que con habitual frecuencia reuniese a su presbiterio para analizar las diversas situaciones, con el objeto de responder adecuada y eficazmente a los desafíos que se iban presentando.
En 1975 asiste al III Simposio de Obispos Europeos. Allí en el que se le confía la ponencia introductoria: «El obispo como servidor de la fe». Ese mismo año dirige los ejercicios espirituales para Su Santidad Pablo VI y para la Curia vaticana. Las pláticas que dio en aquella ocasión fueron publicadas en un libro titulado Signo de contradicción.
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De: Urshula |
Enviado: 04/03/2010 04:55 |
II. Sucesor de Pedro
El 16 de octubre de 1978 la plaza de San Pedro y el orbe entero se conmocionó cuando, luego de haber visto el “humo blanco” elevarse desde la chimenea de la Capilla Sixtina, estaba ansioso de saber quien sería su nuevo Pastor universal. La espera llegó a su fin cuando el Cardenal Pericle Felici anunció públicamente: "Habemus Papam!", pronunciando inmediatamente el nombre del elegido: “el cardenal Karol Wojtyla”, Arzobispo de Cracovia.
Pocos minutos después aparecía ante todos la imagen de aquél pontífice que se haría tan familiar y cercano a millones de personas en todos los continentes. “¡Alabado sea Jesucristo!” fueron las primeras palabras que pronunció el recién electo Pontífice al asomarse por primera vez por la ventana del palacio apostólico para presentarse ante los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro, ante todo el Pueblo de Dios y el mundo entero. Con esta invitación declaraba quién era el centro de su vida, a quién servía, en quien tenía puesta su confianza: al Señor Jesús quería alabar por su elección, ¡con los labios y con la vida!
Luego, consciente de ser el primer Papa no italiano desde Adriano VI (1522), dijo el nuevo Pontífice: «Me han llamado de una tierra distante, distante pero siempre cercana en la comunión de la Fe y Tradición cristianas. Y así me presento ante todos ustedes para confesar nuestra fe común, nuestra esperanza, nuestra fe en la Madre de Cristo y de la Iglesia». Desde el principio cautivó a la multitud con su sencillez, su cercanía, con la claridad y profundidad de su mensaje, un mensaje que brotaba de la fe. La multitud de creyentes rompió en largos y enfervorizados aplausos, saludando y acogiendo con corazón abierto a su nuevo y amable Pastor.
De una tierra distante
Juan Pablo II era hijo de Polonia, una extraordinaria nación que por su fidelidad a la fe, puesta en el crisol de la prueba muchas veces, llegó a ser considerada como un "baluarte de la cristiandad". De allí el "Semper fidelis", título con el que orgullosamente califican los católicos polacos a su patria. La personalidad de este hombre estaba sellada por la identidad y cultura propias de su Polonia natal: una nación con raíces profundamente católicas, cuya unidad e identidad, más que en sus límites territoriales, se encuentra en su historia común, en su lengua y en la fe católica.
El origen de esta nación, al mismo tiempo, está unido a los pueblos eslavos, evangelizados en el siglo X por los santos hermanos Cirilo y Metodio. Será casualmente «recordando la inestimable contribución dada por ellos a la obra del anuncio del Evangelio en aquellos pueblos y, al mismo tiempo, a la causa de la reconciliación, de la convivencia amistosa, del desarrollo humano y del respeto a la dignidad intrínseca de cada nación», que su S.S. Juan Pablo II proclamaría a los santos Cirilo y Metodio compatronos de Europa, junto a la enorme figura de San Benito. A ellos dedicaría también su hermosa encíclica Slavorum apostoli, en la que manifiesta su gratitud: «se siente particularmente obligado a ello el primer Papa llamado a la sede de Pedro desde Polonia y, por lo tanto, de entre las naciones eslavas».
“Me llamaré Juan Pablo”
Karol Wojtyla quiso tomar el mismo nombre que había tomado su predecesor: Juan Pablo. En una hermosa y profunda reflexión, hecha pública en su primera encíclica, explica él mismo el motivo de la elección de este nombre: «ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él (el electo Cardenal Albino Luciani) declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo -un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado- divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida. Esto precisamente quedó corroborado por mi elección de aquellos dos nombres. Con esta elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado Predecesor, deseo al igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal disponibilidad a desarrollarla con la ayuda de Dios. A través de estos dos nombres y dos pontificados conecto con toda la tradición de esta Sede Apostólica, con todos los Predecesores del siglo XX y de los siglos anteriores, enlazando sucesivamente, a lo largo de las distintas épocas hasta las más remotas, con la línea de la misión y del ministerio que confiere a la Sede de Pedro un puesto absolutamente singular en la Iglesia. Juan XXIII y Pablo VI constituyen una etapa, a la que deseo referirme directamente como a umbral, a partir del cual quiero, en cierto modo en unión con Juan Pablo I, proseguir hacia el futuro, dejándome guiar por la confianza ilimitada y por la obediencia al Espíritu que Cristo ha prometido y enviado a su Iglesia (...). Con plena confianza en el Espíritu de Verdad entro pues en la rica herencia de los recientes pontificados. Esta herencia está vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II».
"¡No tengáis miedo!"
Seis días después de su elección, el 22 de octubre de 1978 , el Papa Juan Pablo II celebraba la Misa de inicio de su pontificado. Memorable es la invitación que en aquella homilía lanzó a todos los creyentes y al mundo entero desde la Plaza de San Pedro: "¡No tengáis miedo, abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!"
Son estas mismas palabras las que a lo largo de su pontificado hizo resonar una y otra vez en los corazones de innumerables hombres y mujeres de su tiempo, alentando -sin por ello caer en pesimismos ni ingenuidades- a no tener miedo "a la verdad de nosotros mismos", miedo "del hombre ni de lo que él ha creado": “¡no tengáis miedo de vosotros mismos!”. Él era un convencido de que se debe confiar en el hombre, desde la humilde aceptación de su contingencia y también de su ser pecador, pero dirigiendo desde allí la mirada al único horizonte de esperanza que es el Señor Jesús, vencedor del mal y del pecado, autor de una nueva creación, de una humanidad reconciliada por su muerte y resurrección. Su llamado fue, por eso mismo, un llamado a no tener miedo a abrir de par en par las puertas al Redentor, las puertas de los propios corazones como también de las diversas culturas y sociedades humanas.
Este llamado que dirigía a todos los hombres era a la vez una enorme exigencia que él mismo se había impuesto. En efecto, «el Papa -decía de sí mismo-, que comenzó Su pontificado con las palabras "¡No tengáis miedo!", procura ser plenamente fiel a tal exhortación, y está siempre dispuesto a servir al hombre, a las naciones, y a la humanidad entera en el espíritu de esta verdad evangélica».
Una nación probada en su fe
El nuevo Papa era un hombre que había podido conocer desde dentro, los dos sistemas totalitarios que marcaron trágicamente el siglo XX: «el nazismo de una parte, con los horrores de la guerra y de los campos de concentración, y el comunismo, de otra, con su régimen de opresión y de terror». A lo largo de aquellos años de prueba, la personalidad de Karol fue forjada en el crisol del dolor y del sufrimiento, sin perder jamás la esperanza, sostenida por la fe. En medios de esta experiencia vivida en su juventud se forja su gran «sensibilidad por la dignidad de toda persona humana y por el respeto de sus derechos, empezando por el derecho a la vida». Su encíclica Evangelium vitae fue la expresión magisterial más firme y acabada de esta profunda sensibilidad humana y pastoral.
Gracias a aquellas dramáticas experiencias vividas en aquellos tiempos terribles «es fácil entender también mi preocupación por la familia y por la juventud», preocupación que a su vez ha hallado su más amplia expresión magisterial en la encíclica Familiaris consortio.
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De: Urshula |
Enviado: 04/03/2010 04:56 |
Improntas del pontificado de Juan Pablo II
La vida cristiana y la Trinidad: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo
El Papa Juan Pablo II quiso hacer evidente desde el inicio de su pontificado la relación existente -aunque quizá tantas veces olvidada o relegada- de la vida del cristiano con Dios uno y trino, dedicando sus primeras encíclicas a profundizar en cada una de las tres personas de la Trinidad: una a Dios Padre, rico en misericordia (1980); otra al Hijo, Redentor del mundo (1979); y otra al Espíritu Santo, Señor y dador de vida (1986). Este es el misterio central de la fe cristiana: Dios es uno solo, pero a la vez tres Personas. Recuerda así las bases de la verdadera fe, y con ello el fundamento de la auténtica vida cristiana: no se entiende la vida del cristiano si no es en relación con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Comunión de Amor.
"Totus Tuus"... un Papa sellado por el amor a la Madre
Totus Tuus , todo tuyo, fue el lema elegido por Su Santidad Juan Pablo II al asumir el timón de la barca de Pedro. De este modo se consagraba totalmente a María y se acogía a su tierno cuidado e intercesión, invitándola a sellar con su amorosa presencia maternal la entera trayectoria de su pontificado. Con ocasión de la Eucaristía celebrada el 18 de octubre de 1998, a los veinte años de su elección y a los 40 años de haber sido nombrado obispo, reiteraría en la Plaza de San Pedro ese "Totus Tuus" ante todo el mundo católico.
En otra ocasión explicaba él mismo: «Totus Tuus. Esta fórmula no tiene solamente un carácter piadoso, no es una simple expresión de devoción: es algo más. La orientación hacia una devoción tal se afirmó en mí en el período en que, durante la Segunda Guerra Mundial, trabajaba de obrero en una fábrica. En un primer momento me había parecido que debía alejarme un poco de la devoción mariana de la infancia, en beneficio de un cristianismo cristocéntrico. Gracias a san Luis Grignon de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de Dios es, sin embargo, cristocéntrica, más aún, que está profundamente radicada en el Misterio trinitario de Dios, y en los misterios de la Encarnación y la Redención. Así pues, redescubrí con conocimiento de causa la nueva piedad mariana, y esta forma madura de devoción a la Madre de Dios me ha seguido a través de los años: sus frutos son la Redemptoris Mater y la Mulieris dignitatem».
Otro signo de su amor filial a Santa María fue su escudo pontificio: sobre un fondo azul una cruz amarilla, y bajo el madero horizontal derecho, una "M", también amarilla, representando a la Madre que estaba "al pie de la cruz", donde -a decir de San Pablo- en Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo. En su sorprendente sencillez su escudo era una clara manifestación de su amor a la cruz y a María.
Es al pie de la cruz donde María acogía con amor y obediencia aquel testamento de su Hijo: «he allí a tu hijo», mientras al discípulo amado le decía: «he allí a tu Madre». Amando intensamente a María, el Papa destacaba esta maternidad espiritual de María para con todos los discípulos de Cristo, invitando a todos a corresponder como lo hizo Juan: «entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, "acoge entre sus cosas propias" a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su "yo" humano y cristiano: "La acogió en su casa". Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella "caridad materna", con la que la Madre del Redentor "cuida de los hermanos de su Hijo", "a cuya generación y educación coopera" según la medida del don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a los pies de la Cruz y en el cenáculo».
La profundización de la teología y de la devoción mariana, en fiel continuidad con la ininterrumpida tradición católica, llegó a ser una impronta muy especial de la persona y pontificado del Santo Padre.
El atentado
El 13 de mayo de 1981, a las 17.17, mientras Juan Pablo II daba la segunda vuelta a la plaza de San Pedro en coche saludando a la multitud de creyentes, se escucharon unos disparos. Alí Mehmet Agca, un asesino profesional, había disparado contra el Papa hiriéndolo en el vientre, en el codo derecho y en el dedo índice. Un proyectil traspasó el cuerpo.
El Papa fue inmediatamente trasladado al policlínico Gemelli, donde los médicos, luego de someterlo a una delicada operación de más de 5 horas, lograron salvarle la vida. La posterior recuperación sería lenta.
Cuando, cuatro meses después, volvió a la plaza de San Pedro para encontrarse de nuevo con los fieles durante la audiencia general, agradeció a todos las oraciones y confesó: «nuevamente me siento deudor de la Virgen santísima y de todos los santos patronos. ¿Podría olvidar que ese acontecimiento tuvo lugar en la plaza de San Pedro en el día y a la hora en que, desde hace más de sesenta años, se recuerda en Fátima, Portugal, la primera aparición de la Madre de Cristo a los pobres campesinos? Porque en todo lo que me sucedió precisamente en ese día he percibido la extraordinaria protección y solicitud materna, que se mostró más fuerte que el proyectil asesino».
La dolorosa experiencia vivida en ese tiempo, por el mismo atentado y por la convalecencia, sería una invalorable ocasión para asociarse a la cruz del Señor Jesús en su propio sufrimiento y solidarizarse profundamente con tantos hermanos dolientes. Fruto de reflexión sobre esta dura experiencia vivida con visión de fe sería su hermosa Carta Apostólica Salvifici doloris.
Hombre del perdón; apóstol de la reconciliación
Con ocasión de aquél terrible atentado que casi acaba con su vida casi al inicio de su pontificado, el Papa se mostró ante el mundo entero como fiel discípulo de Cristo: ya en su primer mensaje público, 4 días después del atentado, manifestaba su perdón a quien había atentado contra su vida, a quien tanto dolor y sufrimiento le había causado no sólo a él sino también a tantos hijos de la Iglesia que sufrían por él. En efecto, el domingo 17 de mayo por la mañana, el Santo Padre grabó desde su lecho en el policlínico una alocución para la oración del Regina caeli. Fueron palabras de agradecimiento por las oraciones de muchos fieles, de perdón para quien le había disparado y de confiada entrega al cuidado de la Virgen.
Pero el Papa fue aún más allá. Una vez recuperado, en un gesto auténticamente cristiano y de enorme magnanimidad, el Santo Padre se acercó a su agresor recluido en la cárcel para ofrecerle personalmente el perdón. S.S. Juan Pablo II se constituía así en un icono vivo de que el amor cristiano es más grande que el odio y de que éste es el único camino capaz de reconciliar los corazones humanos y traerles la paz anhelada.
Finalmente el año del gran jubileo del 2000 el Santo Padre se dirigió, mediante una carta, al presidente de la República italiana para que a Alí Agca le fuera concedido el indulto. La petición fue aceptada por el presidente Carlo Azeglio Ciampi, y el Santo Padre acogió con alivio la liberación de Alí Agca. Muchas veces había recibido a su madre y a sus familiares. A menudo preguntaba por él a los capellanes de la cárcel.
Servidor de la comunión y de la reconciliación
El deseo de invitar a todos los hombres a vivir un proceso de reconciliación con Dios, con los hermanos humanos, consigo mismos y con la entera obra de la creación dio pie a numerosas exhortaciones en ese sentido. Ocupa un singular lugar su Exhortación Apostólica Post-Sinodal Reconciliatio et paenitentiae, sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy.
Unos años después, en el Congreso Eucarístico de Téramo, el 30 de junio de 1985, explicó públicamente porqué estaba tan empeñado en impulsar este don de la reconciliación: «Poniéndome a la escucha del grito del hombre y viendo cómo manifiesta en las circunstancias de la vida una nostalgia de unidad con Dios, consigo mismo y con el prójimo, he pensado, por gracia e inspiración del Señor, proponer con fuerza ese don original de la Iglesia que es la reconciliación».
La preocupación social de S.S. Juan Pablo II
La encíclica Centessimus annus, que conmemora el centésimo año de la publicación de encíclica Rerum novarum de S.S. León XIII, es un importantísimo aporte de S.S. Juan Pablo II en lo que toca al Magisterio Social Pontificio. En ella escribía el Papa que de joven había trabajado como obrero en una cantera de piedra: «deseo ante todo satisfacer la deuda de gratitud que la Iglesia entera ha contraído con el gran Papa (León XIII) y con su "inmortal Documento". Es también mi deseo mostrar cómo la rica savia, que sube desde aquella raíz, no se ha agotado con el paso de los años, sino que, por el contrario, se ha hecho más fecunda».
Mas la gran preocupación social del Pontífice ya se había manifestado al mundo entero con otras dos extraordinarias encíclicas: Laborem exercens, sobre el trabajo humano, y Sollicitudo rei socialis, sobre los problemas actuales del desarrollo de los hombres y de los pueblos.
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De: Urshula |
Enviado: 04/03/2010 04:56 |
La nueva evangelización : tarea principal de la Iglesia
Desde el inicio de su pontificado, siguiendo el llamamiento de su predecesor Pablo VI, el Papa Juan Pablo II estuvo empeñado en unir las fuerzas de todos los hijos de la Iglesia para lanzarlos a la gran tarea de una nueva evangelización, «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión».
«Si a partir de la Evangelii nuntiandi -decía él- se repite la expresión Nueva Evangelización, eso es solamente en el sentido de los nuevos retos que el mundo contemporáneo plantea a la misión de la Iglesia» Afirmaba asimismo que «hay que estudiar a fondo en qué consiste esta Nueva Evangelización, ver su alcance, su contenido doctrinal e implicaciones pastorales; determinar los "métodos" más apropiados para los tiempos en que vivimos; buscar una "expresión" que la acerque más a la vida y a las necesidades de los hombres de hoy, sin que por ello pierda nada de su autenticidad y fidelidad a la doctrina de Jesús y a la tradición de la Iglesia».
El Papa Juan Pablo II tenía una profunda convicción del lugar primordial que toca a todos los fieles cristianos en esa tarea. Nadie puede sentirse excluido, nadie puede pensar que el apostolado es tarea exclusiva de los sacerdotes, consagrados o misioneros. El deseo de alentar a esta participación común de todos los bautizados en el apostolado de la Iglesia quedó plasmado en su encíclica Christifideles laici.
En este mismo sentido el Papa Wojtyla alentó el desarrollo de los diversos movimientos eclesiales surgidos en el seno de la Iglesia, y que él con la mirada penetrante de la fe veía que eran fruto de la presencia y acción fecunda del Espíritu: «Uno de los dones del Espíritu a nuestro tiempo es, ciertamente, el florecimiento de los movimientos eclesiales, que desde el inicio de mi pontificado he señalado y sigo señalando como motivo de esperanza para la Iglesia y para los hombres».
Mas S.S. Juan Pablo II no entendía la Nueva Evangelización solamente como una "misión hacia afuera": la misión hacia adentro, es decir, la reconciliación vivida en el ámbito interno de la misma Iglesia, fue destacada también por el Santo Padre como una urgente necesidad y tarea, siendo esta cohesión y unidad interna de los hijos de la Iglesia un esencial signo de credibilidad para el mundo entero.
"Que todos sean uno"
El Santo Padre, como Cristo el Señor dos mil años atrás, elevó también al Padre esta ferviente súplica: «¡Ut unum sint!», «¡Que todos sean uno… para que el mundo crea!». Como incansable artesano de la reconciliación, el actual Sucesor de Pedro tendió innumerables puentes desde el inicio de su pontificado para alcanzar nuevamente la unidad y reconciliación de todos los cristianos entre sí, sin claudicar de modo alguno a la Verdad: «El diálogo -dijo Su Santidad a los Obispos austriacos en 1998-, a diferencia de una conversación superficial, tiene como objetivo el descubrimiento y el reconocimiento común de la verdad… La fe viva, transmitida por la Iglesia universal, representa el fundamento del diálogo para todas las partes. Quien abandona esta base común elimina de todo diálogo en la Iglesia la posibilidad de convertirse en diálogo de salvación… nadie puede desempeñar sinceramente un papel en un proceso de diálogo si no está dispuesto a exponerse a la verdad y a crecer en ella».
Impulso a la catequesis
Desde que asumió su pontificado, el Santo Padre mantuvo las “catequesis de los miércoles” iniciadas por su predecesor Pablo VI. Estos encuentros semanales fueron ocasión para ofrecer a los cristianos de todo el mundo, y a tantas personas de buena voluntad que se acercaban a escuchar al Pontífice, iluminadoras reflexiones acerca de la fe. Las secuencias temáticas elegidas por el Papa incluyeron reflexiones sobre el Credo, sobre los diversos temas de moral y en los últimos meses de su pontificado sobre los salmos e himnos cristianos.
Por otro lado, la Exhortación Apostólica Catechesi tredendae era un intento, ya desde el inicio de su pontificado, de dar un nuevo impulso a la labor pastoral de la catequesis, y la Encíclica Redemptoris missio tenía el objeto de ser, después de la Evangelii nuntiandi de su predecesor el Papa Pablo VI, «una nueva síntesis de la enseñanza sobre la evangelización del mundo contemporáneo».
Como parte de este mismo esfuerzo por sistematizar y transmitir la misma fe de siempre de un modo adecuado y con un lenguaje comprensible para los hombres y mujeres de este tiempo, se encuentra el Catecismo de la Iglesia Católica, mandado a preparar y aprobado finalmente en 1992 por el Sumo Pontífice. Este Catecismo era, en sus palabras, «el mejor don que la Iglesia puede hacer a sus Obispos y a todo el Pueblo de Dios», teniendo en cuenta que se trataba de un «valioso instrumento para la nueva evangelización, donde se compendia toda la doctrina que la Iglesia ha de enseñar».
El Papa viajero
Quizá más de uno se ha preguntado sobre el sentido de los numerosos viajes apostólicos que ha realizado el Santo Padre durante sus 26 años de pontificado: 104 fuera de Italia y146 dentro de Italia.
Él mismo explicaba en su Encíclica Redemptoris missio ese impulso interior que lo llevó a recorrer tantos kilómetros como si hubiese ido a la luna tres veces: «En nombre de toda la Iglesia, siento imperioso el deber de repetir este grito de san Pablo («Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio!»). Desde el comienzo de mi pontificado he tomado la decisión de viajar hasta los últimos confines de la tierra para poner de manifiesto la solicitud misionera; y precisamente el contacto directo con los pueblos que desconocen a Cristo me ha convencido aún más de la urgencia de tal actividad».
Asimismo dirá el Papa de sus numerosas visitas a las diversas parroquias: «la experiencia adquirida en Cracovia me ha enseñado que conviene visitar personalmente a las comunidades y, ante todo, las parroquias. Éste no es un deber exclusivo, desde luego, pero yo le concedo una importancia primordial. Veinte años de experiencia me han hecho comprender que, gracias a las visitas parroquiales del obispo, cada parroquia se inscribe con más fuerza en la más vasta arquitectura de la Iglesia y, de este modo, se adhiere más íntimamente a Cristo». He allí la razón última de todos sus viajes: construir y fortalecer a la Iglesia de Cristo, buscando que las diversas comunidades de fieles en el mundo entero se adhiriesen más firmemente al Señor Jesús, fortaleciendo asimismo la unidad de la Iglesia toda, el Cuerpo de Cristo.
Pero demos ahora una respuesta más apropiada para los niños que todavía no entienden largas explicaciones: cuando una mañana de enero de 1980 un niño de 11 años le preguntó a S.S. Juan Pablo II en una parroquia romana «¿por qué está siempre viajando por el mundo?», una tan pronta como sencilla respuesta: «el Papa viaja tanto, porque no todo el mundo está aquí (en Roma)». Sí, él hizo lo posible para mostrar esa paternal cercanía para con todos sus hijos esparcidos por todo el mundo, para estar cerca de cada una de las ovejas que Cristo le había confiado: «¿Me amas?... Apacienta mis ovejas…». Sin duda su presencia física, más allá de que muchos solo lograsen ver “un puntito blanco” a lo lejos, o verlo pasar raudo en su “Papamóvil”, fue muy importante para tantos. Esa cercanía del Papa sería tantas veces correspondida con lemas coreados por las multitudes como: “Juan Pablo / segundo / te quiere todo el mundo”.
Pero el Papa peregrino no sólo buscaba a sus hijos e hijas. También buscó al hombre, y buscó hablar al hombre de cualquier cultura, para ayudarlo a elevar la mirada a Dios, para invitarlo a abrir las realidades humanas a la luz que brota del Evangelio de Jesucristo. Con su mensaje se presentó dos veces ante la comunidad internacional ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, fue el primer Papa en ser recibido en la Casa Blanca, en el Parlamento Europeo, en la Catedral de Canterbury y en la UNESCO.
Visitó también la Sinagoga de Roma y la Mezquita de Damasco. Desde el monte Nebo pudo contemplar la tierra prometida «con los ojos de Moisés». Por dos veces fue acogido en el estadio Maracaná de Río, en el Santiago Bernabéu o en el Nou Camp. Siempre su presencia fue acogida con profundo respeto y sus palabras conmovieron multitudes.
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De: Urshula |
Enviado: 04/03/2010 04:57 |
S.S. Juan Pablo II y los jóvenes
Los jóvenes estuvieron siempre en el corazón del Papa Juan Pablo II. En sus diversos viajes apostólicos no dejó de dedicarles un lugar especial a quienes son el futuro de la Iglesia y de la sociedad. «El día de la inauguración del pontificado, el 22 de octubre de 1978, después de la conclusión de la liturgia, dije a los jóvenes en la plaza de San Pedro: "Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros sois mi esperanza"».
En sus discursos les dirigió las más ardientes palabras para invitarlos a una generosa respuesta al llamado de Cristo. Y en 1985 el Santo Padre dio impulso a las Jornadas Mundiales de la Juventud, encuentros impresionantes realizados en distintas ciudades del mundo que congregaron a millones de jóvenes que de diversas partes del mundo acudían a encontrarse con el Papa y escuchar su voz, su llamado a seguir de cerca al Señor Jesús sin dejarse vencer por el miedo. Nunca les ocultó las exigencias de la vida cristiana, al contrario, tal como lo hizo el Señor Jesús con sus discípulos, les invitó a abrazarse a la cruz de Cristo sin miedo, con la audacia de la fe. De allí que como signo les dejó una cruz, que los jóvenes hacían peregrinar por todo el mundo, llevándola siempre a cada jornada mundial de la juventud. El Papa sabía tocar las fibras más profundas de los jóvenes corazones, conocía sus preocupaciones, y daba una respuesta auténtica y coherente a sus inquietudes: «Queridos jóvenes –exclamaba en el 2003–, sólo Jesús conoce vuestro corazón, vuestros deseos más profundos… Nadie fuera de Cristo podrá daros la verdadera felicidad. Siguiendo el ejemplo de María, sabed decirle a Cristo vuestro “sí” incondicional… la humanidad tiene necesidad imperiosa del testimonio de jóvenes libres y valientes, que se atrevan a caminar contra corriente y a proclamar con fuerza y entusiasmo la propia fe en Dios, Señor y Salvador». Fueron asimismo tradicionales sus Mensajes para esas ocasiones.
Sorprende aún hoy que las mayores concentraciones de jóvenes producidas en Oriente y Occidente hayan tenido como protagonista al Papa Wojtyla: en enero de 1995, en Manila, Filipinas, único país de mayoría católica de Asia, 4 millones de jóvenes se reunieron con él, y en agosto del 2000 Roma cobró vida y entusiasmo cuando la ciudad fue “invadida” por 2 millones y medio de jóvenes. Por algo Juan Pablo II será recordado siempre como “el Papa de los jóvenes”.
Débil y frágil, viendo ya cercana ya la hora de su muerte, el Papa Juan Pablo II pronunció con suma dificultad sus últimas palabras, al tener noticia de que muchísimos jóvenes se habían congregado en la Plaza San Pedro para acompañar al “Papa amigo” en su tránsito a la casa del Padre: “estamos contigo”. A ellos se refería cuando quienes lo escuchaban pudieron reconstruir la siguiente frase, pronunciada difícilmente por el Papa: «Os he buscado. Ahora vosotros habéis venido a verme. Y os doy las gracias».
Maestro de ética y valores
El Santo Padre notó con paternal preocupación como el hombre "ha cambiado la verdad por la mentira". Consecuencia de este triste "cambio" es que el hombre ha visto ofuscada su capacidad para conocer la verdad y para vivir de acuerdo a esa verdad, en orden a encontrar su felicidad en la plena realización como persona humana. La publicación de la Encíclica Veritatis splendor constituye la plasmación de un testimonio ante el mundo del esplendor de la Verdad. En ella se descubren las enseñanzas de quien en la Universidad Católica de Lublín se había desempeñado como un notable profesor de ética, y que luego, ya como Pastor Universal y Maestro de un verdadero humanismo, salía al encuentro del fuerte relativismo moral por el que muchísimos se dejan arrastrar. Afirmaba el Papa en su encíclica: «Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿cómo puedo discernir el bien del mal? La respuesta sólo es posible gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del espíritu humano… La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo… Él es "el Camino, la Verdad y la Vida". Por esto la respuesta decisiva de cada interrogante del hombre, en particular de sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el Concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: "Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado"». A lo largo de toda su encíclica el Santo Padre, con desarrollos magistrales, se ocupa de presentar un horizonte ético -en íntima conexión con la verdad sobre el hombre- para el pleno desarrollo de la persona humana en respuesta al designio divino.
Incansable Servidor de la fe y de la Verdad
A los veinte años de su elevación al Solio Pontificio, el Papa Juan Pablo II -como un incansable Maestro de la Verdad- dio a conocer al mundo entero su decimotercera encíclica: Fides et ratio, fe y razón. En ella levanta su voz en defensa de la razón del ser humano, presentando en forma positiva la búsqueda de la verdad que nace de la naturaleza profunda del ser humano. Sale al paso de múltiples errores que a fines del siglo XX e inicios del XXI obstaculizan gravemente el acceso a la verdad, y más aún, a la Verdad última sobre Dios y sobre el hombre, que como don gratuito Dios mismo ha ofrecido a la humanidad entera a través de la revelación. La verdad, la posibilidad de conocerla, la relación entre razón y fe, entre filosofía y teología son temas que va tocando en respuesta a la situación de enorme confusión, de relativismo y subjetivismo en la que se encuentra inmersa nuestra cultura de hoy.
Trabajando por la consolidación de los frutos del Concilio Vaticano II
El Santo Padre fue un incansable artesano que trabajó, a lo largo de los veintiséis años de su fecundo pontificado, en favor de la profundización y consolidación de los abundantísimos frutos suscitados por el Espíritu Santo en el segundo Concilio Vaticano. Al respecto dijo él mismo: «Es indispensable este trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene saber "discernirlos" atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir sobre todo del "príncipe de este mundo". Este discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium».
Escribió también en su Testamento, el año 2000: «Al estar en el umbral del tercer milenio, “in medio Ecclesiae”, deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, al que junto con toda la Iglesia, y sobre todo con todo el episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo se les concederá a las nuevas generaciones recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha ofrecido. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primero hasta el último día, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a realizarlo. Por mi parte, doy gracias al eterno Pastor que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa en el transcurso de todos los años de mi pontificado».
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De: Urshula |
Enviado: 04/03/2010 04:57 |
Hacia el tercer milenio de la fe
Al asumir su pontificado el Papa Juan Pablo II lo hacía con la conciencia de tener ante sí una importante misión, una tarea que se presentaba ante él: «Cuando en el día 16 de octubre de 1978 –escribió en su testamento– el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, el cardenal Stefan Wyszynski, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el Tercer Milenio”».
Para llevar a cabo esta fundamental misión de su pontificado, publicó en 1994 su Carta apostólica Tertio millenio adveniente, invitando a toda la cristiandad a prepararse espiritualmente para entrar en el tercer milenio de la fe. Para ello dispuso dedicar tres años a la reflexión y profundización en torno a cada una de las Personas divinas: en 1997 la reflexión se centraría en torno a la Persona del Hijo, en 1998 en torno a la Persona del Espíritu Santo y en 1999 en torno a la Persona del Padre. Finalmente, el año 2000, la Iglesia celebraría con un gran Jubileo los dos mil años del nacimiento de Jesucristo, el Hijo eterno del Padre, encarnado de María Virgen por obra del Espíritu Santo.
Del Señor Jesús y del cristianismo escribía en aquella Carta el Papa: «Estos (los profetas de Israel) hablaban en nombre y en lugar de Dios… Los libros de la Antigua Alianza son así testigos permanentes de una atenta pedagogía divina. En Cristo esta pedagogía alcanza su meta: Él no se limita a hablar "en nombre de Dios" como los profetas, sino que es Dios mismo quien habla en su Verbo eterno hecho carne. Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo… El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana».
Este acontecimiento histórico central para la humanidad, acontecimiento por el que Dios que se hace hombre para decir «la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia», es lo que la Iglesia se preparó entonces a celebrar con un gran Jubileo, que marcaba al mismo tiempo este paso a un nuevo milenio lleno de esperanzas.
“Duc in altum!”
Al finalizar las celebraciones del gran Jubileo por el bimilenario del nacimiento de Jesucristo, Salvador y Reconciliador de los hombres, el Papa Juan Pablo hizo suyas las palabras del Señor para alentar y exhortar a todos los hijos e hijas de la Iglesia a colaborar en la gran tarea de la nueva evangelización. En su Carta Apostólica Novo millennio ineunte, escribía: «Al comienzo del nuevo milenio… resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a “remar mar adentro” para pescar: “Duc in altum” (Lc 5,4)».
Era una invitación a recoger los abundantes frutos producidos durante el año 2000, más las palabras de este Pastor deben resonar fuertes aún hoy en las mentes y corazones de todos los fieles cristianos: «¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos… El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez más a ponernos en camino: “Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza “que no defrauda” (Rm 5,5)» (NMI, 58).
Las debilidades del Papa
Aquél hombre que al iniciar su pontificado mostraba un porte fuerte y atlético, no fue ajeno al deterioro físico. El atentado de 1981, las diversas operaciones a las que fue sometido, las enfermedades que lo aquejaron y sobre todo el Parkinson que lo acompañó durante la última década de su vida, fueron factores que influyeron en un visible deterioro de la fortaleza física del Santo Padre. Ya en 1995, al verlo cada vez más frágil, muchos se preguntaban si llegaría al 2000. Ante los ojos del mundo aparecía un Papa cada vez más viejo, encorvado y cansado, limitado para moverse y para hablar, con una mano que temblaba sin poder controlarla. Cuentan que en una ocasión dijo el Papa jovialmente a sus colaboradores: “cuando el Santo Padre quiere enterarse de su salud, lee los periódicos”. La prensa no se cansaba de mostrar a un Papa cada vez más “incapacitado” para cumplir su tarea. Siempre que la salud del pontífice se deterioraba, muchos aprovechaban para poner una y otra vez sobre el tapete el tema de la dimisión papal. “¿Por qué no renuncia un Papa ya viejo, cansado y enfermo?” Cuando algún periodista logró preguntarle a él mismo si pensaba dimitir, respondió con simpleza, dando a entender su propósito: “¿bajó Cristo de la Cruz?” Juan Pablo II fue siempre un hombre abrazado a la Cruz de su Señor, y como tal, un fuerte Signo de contradicción ante un mundo incapaz de comprender y aceptar muchas realidades espirituales. El Papa vivía inmerso en esta esfera profundamente espiritual, y por eso mismo, era también un hombre profundamente humano.
Así, pues, el Santo Padre, como fidelísimo discípulo y seguidor de Cristo, jamás apartó de sí la cada vez más pesada cruz que Dios le pedía cargar por nosotros: "¿Cómo me presentaré yo ahora a los potentes del mundo y a todo el pueblo de Dios? Me presentaré con lo que tengo y puedo ofrecer: con el sufrimiento. He comprendido –decía el mismo en una alocución dominical -Ángelus- pronunciada desde su habitación del hospital Gemelli- que debo conducir a la Iglesia de Cristo hacia el tercer milenio, con la oración, con múltiples iniciativas; pero he visto que esto no basta: necesito llevarla también con el sufrimiento". Como su Señor, Juan Pablo II supo también beber del cáliz amargo del sufrimiento que el Padre misericordioso le pidió beber para bien de toda la humanidad, introduciendo así a la Iglesia al nuevo milenio. ¿Cuánto fruto producirá esa generosa entrega y sufrimiento del Vicario de su Hijo, ofrecido por el bien de toda la Iglesia y de la humanidad? Eso jamás podrán verlo ni comprenderlo los hombres de este mundo.
S.S. Juan Pablo II, en la etapa final del segundo milenio, supo ser la guía segura para atravesar el "umbral de la esperanza" que introdujo a la Iglesia y a la humanidad entera en el tercer milenio de la evangelización. Apareciendo en las celebraciones litúrgicas, en las audiencias, en los viajes apostólicos, en todas sus actividades como un icono vivo del sufrimiento ante los ojos del mundo entero, dejando tras de sí un testimonio formidable de cómo vive, sufre pacientemente y muere un cristiano. Él se ha constituido en un vivo ejemplo de cómo el sufrimiento de aquellos a los que el mundo considera “inútiles”, asociado a la cruz de Cristo, se torna inmensamente fecundo, de cómo el dolor del que todos quieren desprenderse por ver en él un signo de maldición, cuando se asocia a la cruz de Cristo, se vuelve salvífico, inmensamente fecundo.
“Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”
Ya el año 2000 el Papa había escrito en su testamento: «A medida que avanza el Año Jubilar 2000, va quedando día a día a nuestras espaldas el siglo XX y se abre el siglo XXI. Según los designios de la Providencia, se me ha concedido vivir en el difícil siglo que está quedando en el pasado y ahora, en el año en que mi vida alcanza los ochenta años, es necesario preguntarse si no ha llegado la hora de repetir con el bíblico Simeón: “nunc dimittis”». Lejos de lo que algunos medios por vender más o acaso por malicia interpretaron como “el Papa consideró la posibilidad de dimitir”, Juan Pablo, de cara a la muerte, se ponía plenamente en manos de la divina Providencia, para cuando Dios lo dispusiera. Como Simeón, pensaba sin duda que ya había cumplido el principal cometido de su Pontificado: introducir con esperanza la barca de Pedro al amplio mar del tercer milenio de la fe. Sin embargo, en esta espera del día señalado por el Señor, el Papa Juan Pablo seguiría remando mar adentro, viajando, evangelizando con su palabra y con su ejemplo, trabajando por un mundo mas reconciliado, cargando su cruz con ejemplar firmeza de espíritu, ofreciendo sus sufrimientos por el bien de toda la Iglesia.
Ese día de su partida llegaría el 2 de abril del 2005. Semanas antes había sido internado en la clínica Gemelli en dos ocasiones, por las complicaciones respiratorias que le produjo una gripe. Una traqueotomía para poder respirar mejor le dejó ya casi sin poder hablar. Su gran sufrimiento y última estación de su propio vía crucis fue no poder participar en las celebraciones de aquella Semana Santa, por su salud. Cuando el Domingo de Resurrección se asomó por la ventana de su balcón para dar a Roma y al mundo entero su bendición “urbi et orbi”, no pudo pronunciar las palabras de bendición a pesar de su tremendo y visible esfuerzo. En silencio hizo varias veces la señal de la cruz.
Pocos días después le sobrevino una septicemia imposible de revertir a su edad.
“¡Soy feliz! ¡Sedlo también vosotros!”
Desde su lecho de muerte, sabiendo que su hora había llegado, quiso dejar a los sacerdotes y religiosas que lo habían atendido en los últimos tiempos, así como también a los fieles cristianos del mundo entero, este sencillo y testimonial mensaje, escrito antes de entrar en estado de inconciencia: “¡Soy feliz, sedlo también vosotros!”
Pero, ¿cómo puede un hombre ser feliz, cuando ha sufrido tanto, cuando está totalmente consumido, cuando se encuentra ya en el umbral de la tan temida muerte? La clave está en la enseñanza recogida y expresada por los Padres conciliares -es sabido que Karol Wojtyla tuvo una importante participación en la elaboración de esta Constitución- en la Constitución Gaudium et spes: “El hombre, que es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino por la sincera entrega de sí mismo” (n. 24).
Juan Pablo II supo vivir intensamente esta verdad. Su vida no fue otra cosa que una continua y sincera entrega de sí mismo a los demás, desde el amor de Cristo, por ello la felicidad experimentada por él en el lecho de muerte es una felicidad honda, profunda, que sólo la experimentan quienes por el don de sí mismos en el fiel cumplimiento del Plan de Dios se encuentran verdaderamente a sí mismos. En esto no hace sino verificarse la enseñanza del mismo Señor: «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,24)
En efecto, más allá del natural desgaste físico producido por los años y enfermedades, lo que más le llevó a este hombre de Dios a consumirse totalmente fue su incansable entrega a los demás, un continuo don de sí mismo llevado hasta el extremo. Cuántas veces le aconsejaron dejar de viajar por su avanzada edad, más el corazón de este Pastor le impulsaba a seguir buscando a sus ovejas dispersadas por el mundo entero. Sólo la muerte pudo impedirle seguir viajando. Es con su generosa y total donación de sí mismo como Juan Pablo II supo hacer vida aquello que san Pablo escribía a los cristianos de la comunidad de Corinto: «Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras almas. Amándoos más ¿seré yo menos amado?» (2Cor 12,15).
¿No era ese el secreto de la felicidad que experimentaba? Y al invitarnos a todos a ser felices como él, ¿no nos alentaba con el testimonio de su propia vida a seguir su mismo camino, es decir, el don de nosotros mismos a Dios y a los demás, en el pleno cumplimiento del Plan que Dios en su inmenso amor ha previsto para cada uno de nosotros?
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De: Urshula |
Enviado: 04/03/2010 04:58 |
El mundo entero se conmociona ante la muerte del Papa Juan Pablo “El Grande”
La reacción mundial de tristeza y dolor ante la muerte del Santo Padre fue sencillamente impresionante. La obra de Juan Pablo II literalmente conmovió los cimientos del mundo entero.
Tras la muerte del querido Papa, Roma se convirtió en meta de peregrinación de unos 4 millones de fieles, deseosos de dar su último adiós al Santo Padre y de participar en los ritos de sus exequias entre el lunes y el viernes. Cientos de miles eran jóvenes. Mientras duró la exposición pública de su cuerpo, aproximadamente un millón y medio de fieles lograron pasar a su lado para rezarle y poder verlo por última vez. Una gruesa y larguísima fila iba desde San Pedro por toda la Vía de la Conciliación cruzando el puente Vittorio Emmanuele y extendiéndose a lo largo de una avenida que bordea el río Tiber. Algunas personas hicieron cola más de 10 horas para poder "despedirse" del amado Pontífice. Fatigas, cansancio, frío, todo estaban dispuestos a soportarlo “por el Papa”, que todo lo dio por sus ovejas.
Asimismo, jefes de Estado y representantes de unos doscientos países se dirigieron a Roma para rendir sus honores y rezar ante el cuerpo sin vida del Papa Wojtyla. Entre los más significativos líderes políticos se encontraba George Bush, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, así como el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan. También estuvieron presentes representantes de todas las religiones, que siguieron la celebración eucarística a pocos metros del sencillo ataúd de madera en el que había sido depositado el cuerpo sin vida de Karol Wojtyla.
III. Su Magisterio pontificio
Es verdaderamente abundante la enseñanza que ha salido de su pluma, o más bien, del espíritu de Su Santidad, quien, nutrido de la palabra de la Escritura que permanece viva en el corazón de la Iglesia, nutrido de la bimilenaria tradición de la Iglesia y llevando el sello del Concilio Vaticano II, nutrido también del aporte de tantos hermanos suyos en el episcopado, ha sabido ponerse a la escucha de las mociones del Espíritu Santo para volcar una vasta enseñanza en su prolífico magisterio.
Todo este legado escrito, en el que se revela un hondo conocimiento del corazón humano, es sin duda un testimonio que por sí mismo habla de la gran preocupación paternal y pastoral de aquél a quien no pocos llaman ya “Juan Pablo Magno (El Grande)”, y quieren ver pronto elevado a los altares.
Encíclicas
Redemptor hominis (1979), anuncia su "programa pontificio", pero sobre todo, trata de Jesucristo, "centro del universo y de la historia", y del hombre, "camino primero y fundamental de la Iglesia";
Dives in misericordia (1980), sobre la misericordia divina;
Laborem excersens (1981), sobre el trabajo humano;
Slavorum apostoli (1985), en memoria de la obra evangelizadora de los santos Cirilo y Metodio;
Dominum et Vivificantem (1986), sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo;
Redemptoris Mater (1987), sobre la Bienaventurada Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina;
Sollicitudo rei socialis (1987), en el XX aniversario de la Populorum progressio, sobre el desarrollo de los hombres y de la sociedad;
Redemptoris missio (1990), sobre la permanente validez del mandato misionero;
Centessimus annus (1991), en el centenario de la Rerum novarum, sobre la doctrina social de la Iglesia;
Veritatis splendor (1993), sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia;
Evangelium vitae (1995), sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana;
Ut unum sint (1995), sobre el empeño ecuménico;
Fides et ratio (1998), sobre las relaciones entre fe y razón;
Ecclesia de Eucharistia (2003), sobre la Eucaristía y su relación con la Iglesia;
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De: Urshula |
Enviado: 04/03/2010 04:58 |
Exhortaciones apostólicas
Catechesi tradendae (1979), sobre la catequesis en nuestro tiempo;
Familiaris consortio (1981), sobre la misión de la familia cristiana en el mundo actual;
Reconciliatio et paenitentia (1984), sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy;
Redemptionis donum (1984), sobre la consagración (religiosa), a la luz del misterio de la redención;
Christifideles laici (1988), sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo;
Pastores dabo vobis (1992), sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual;
Vita consecrata (1996), sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo;
Algunas de sus Cartas apostólicas:
Dominicae coenae (1980), sobre la festividad del Jueves santo;
Salvifici doloris (1984), sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano;
Carta Apostólica de S.S. Juan Pablo II a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con ocasión del Año Internacional de la Juventud (31/3/1985)
Augustinum Hipponensem (1986), sobre San Agustín;
Mulieris dignitatem (1988), sobre la dignidad y la vocación de la mujer;
Carta apostólica de S.S. Juan Pablo II con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la II Guerra Mundial (27/8/1989)
Redemptoris custos (1989), sobre la figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia;
Tertio millenio adveniente (1994), "como preparación del jubileo del año 2000";
Dies Domini (1998), sobre la santificación del Domingo;
Novo Millennio Ineunte (6/1/2001), al concluir al Gran jubileo del Año 2000.
Rosarium Virginis Mariae (16/10/2002), sobre el Santo Rosario.
Cartas
Carta a las familias (1994)
Entre los escritos del Papa Juan Pablo II se cuentan también cuatro libros y un poemario:
Cruzando el umbral de la esperanza (1994), libro-entrevista cuyas páginas nos dan a conocer la mente y el corazón del Vicario de Cristo, tratándose de una directa revelación de su universo religioso e intelectual y, por lo mismo, de una importante herramienta para la lectura e interpretación de todo su magisterio y pontificado.
Don y Misterio, en el quincuagésimo aniversario de mi ordenación sacerdotal (1996), libro autobiográfico por el que expresa su pública gratitud a todos aquellos que le ayudaron de diversos modos a acoger el llamado del Señor y a responderle con fidelidad. Su jubileo sacerdotal y el libro son, a la vez, una ocasión para compartir una profunda y hermosa reflexión sobre el "Don y Misterio" que significa la vocación al sacerdocio.
¡Levantaos! ¡Vamos! (2004)
Memoria e Identidad, Conversaciones al filo de dos milenios (2005), libro que tiene su origen en unos coloquios sostenidos el año 1993 con dos filósofos polacos. En este libro el Papa presenta sus experiencias y reflexiones sobre las diversas formas del mal surgidas en el siglo XX, así como también las diversas manifestaciones del bien. El Papa mantiene siempre una visión esperanzada sobre el futuro, sobre el triunfo del bien sobre el mal. Buscando ir siempre a las raíces, reflexiona sobre los fenómenos del tiempo presente a la luz del pasado. Entiende que la “memoria” es fundamental para comprender la propia “identidad” y vivir de acuerdo a ella.
Tríptico romano – Meditaciones (2003)
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GRACIAS ![S.S. Juan Pablo II](http://multimedios.org/pontifices/images/jpii1.jpg) |
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