Jesús muere en la Cruz
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Jesús es clavado en la Cruz. Toda Su vida está dirigida a este momento supremo. Ahora apenas logra llegar, jadeante y exhausto, a la cima de aquel pequeño montículo llamado Calvario o “lugar de la calavera”.
Enseguida lo tienden sobre el suelo y comienzan a clavarle en el madero que será el travesaño de la Cruz. Introducen los hierros primero en donde comienzan las manos, con desgarro de nervios y carne. Luego es levantado hasta quedar erguido sobre el palo vertical que está fijo en el suelo. A continuación le clavan los pies...
María su Madre, contempla toda la escena con inmenso dolor. La cruz, que hasta ese día había sido un instrumento infame y deshonroso, se convertía ahora en árbol de vida y escalera de gloria. Jesús está elevado en la Cruz. No hay reproches en los ojos de Jesús, sólo piedad y compasión. ¿Porqué tanto padecimiento?, se pregunta San Agustín. Y se responde: “Todo lo que padeció es el precio de nuestro rescate” (Comentario sobre el Salmo 21).
La crucifixión era la ejecución más cruel y afrentosa que conoció la antigüedad. Un ciudadano romano no podía ser crucificado. La muerte sobrevenía después de una larga agonía. Muchos son los que se niegan a aceptar a un Dios hecho hombre que muere en un madero para salvarnos: el drama de la Cruz sigue siendo motivo de escándalo para los judíos y locura para los gentiles (1 Corintios 1, 23).
La unión íntima de cada cristiano con su Señor necesita de ese conocimiento completo de su vida, también de este capítulo de la Cruz. Aquí se consuma nuestra Redención, aquí encuentra sentido el dolor del mundo, aquí vislumbramos la maldad del pecado y el amor de Dios por cada hombre.
No quedemos indiferentes ante un Crucifijo. “Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... pero procura que ese llanto acabe en un propósito” (J. Escrivá de Balaguer, Vía crucis) .
Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor.
La eficacia de la Pasión no tiene fin. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gálatas 2, 20). Muy cerca de Jesús está su Madre, y con Ella, Juan, el más joven de los Apóstoles. En la persona del discípulo, Cristo nos da a su Madre como Madre nuestra. (Juan 19, 26-27). Pidámosle a Santa María: “Haz que me enamore su Cruz y que en ella viva y more” (Himno Stabat Mater).