La presencia de Jesucristo en la Eucaristía es una demostración del amor que Dios tiene a los hombres, que ha querido perpetuar a través de los siglos y en cualquier lugar del mundo su Sacrificio redentor, el misterio pascual, el "paso" de Jesús de este mundo al Padre a través de su Muerte, Resurrección y Ascensión al cielo (la Santa Misa), y además ha querido permanecer con nosotros de forma sacramental en la Hostia Santa para ser nuestro alimento, nuestra compañía y un medio excepcional para que podamos demostrarle nuestra fe y nuestro amor.
La celebración del Sacrificio de la Eucaristía se completa con la Comunión de Cristo que se entrega por nosotros. La presencia de las especies consagradas no pierden su carácter de alimento por el hecho del intervalo que separa las palabras de la Consagración del momento en que se va a comulgar.
Por eso, desde los inicios del cristianismo se reservaron las Sagradas especies para poder llevarla a los enfermos y para que los fieles pudieran comulgar fuera de la Misa. La conservación de las Sagradas especies introdujo la costumbre de adorar este Manjar del cielo conservado en el Sagrario.
Según diversos documentos del Magisterio de la Iglesia, el misterio eucarístico hay que considerarlo en toda su amplitud, tanto en la celebración misma de la Misa como en el culto de las Sagradas especies que se reservan después para prolongar la gracia del Sacrificio (Cf. Pío XII, Enc. Mediator Dei; Pablo VI, Enc. Mysterium fidei, Conc. Vat. II, Presbyterorum ordinis). Hay una unidad y una estrecha interrelación entre el Sacrificio, el Alimento y la Presencia real. La participación en la celebración eucarística ha de llevar a la Comunión y a la adoración después de la Misa; y la adoración eucarística -que tiene su inicio en la Misa- debe tener como fin la mayor y mejor participación en la celebración. Aislar uno de los elementos haría caer en desviaciones que tal vez pudieran darse por falta de formación teológica.
Por eso, aunque en este Devocionario no se trata de la celebración eucarística (la Santa Misa), sino del culto a la Eucaristía fuera de la Misa, debemos tener claro que el punto de referencia ha de ser el Sacrificio eucarístico, al que deben acercarnos las consideraciones que aquí hacemos para participar lo más frecuente y piadosamente que nos sea posible.
Dicho esto, nos ceñiremos a nuestro propósito, porque la Iglesia demuestra su fe y su amor a la Eucaristía no sólo en la celebración eucarística (la Misa) sino también con otras manifestaciones de culto: "La adoración a Cristo en este Sacramento de amor debe encontrar expresión en diversas formas de devoción eucarística: plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales (las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas, Congresos eucarísticos" (Juan Pablo II, carta Dominicae Cenae, 24.II.1980, n. 3).
Estas demostraciones de piedad constituyen una de las mayores pruebas de la fe y del amor de los cristianos a Dios. De una parte, son muestra de gratitud ante el sublime don recibido: Dios mismo, que con tan gran "deseo" (desiderium desideravi) quiso instituir este Sacramento, y ante el que no debemos quedar indiferentes ni podemos acostumbrarnos, pues realmente Dios está entre nosotros y para nosotros.
Por otra parte, el amor a la Eucaristía es la manifestación lógica y adecuada de la fe del cristiano. Esta virtud teologal infundida por Dios no consiste solamente en conocer y estar de acuerdo con lo que Dios nos revela, sino en vivir según lo que creemos. La vida cristiana es ante todo "vida" que, comenzada en el Bautismo y potenciada en la Confirmación, alcanza su culmen en este Sacramento. Saber que Dios está escondido ahí en las dimensiones de las especies sacramentales y no comulgar ni acercarse a su vera para adorarle, sería un conocimiento estéril, una fe sin obras, muerta.
De modo semejante a como la vida natural se manifiesta en el movimiento y en la acción, la fe se demuestra en la vida, en las obras. Y si bien la fe debe informar todas las dimensiones y relaciones humanas, necesita primariamente demostrarse en el trato con Dios, donde se alimenta esa vida sobrenatural, que son los sacramentos, las oraciones y las devociones. Ser cristiano no se limita a ser buena persona en la vida diaria, sino que consiste en vivir de la fe y del amor en el transcurso del día, demostrándolo en la relación con sus hermanos. Pero para eso tiene que circular por las venas de su alma la vida divina, y la fuente y el culmen de esa vida es la Eucaristía.
Han sido muchas y diversas las iniciativas que Dios mismo ha inspirado a los hombres para que manifiesten su amor a este augusto Sacramento. Uno de los cauces para la veneración a Cristo en la Eucaristía es la archicofradía de los Jueves Eucarísticos, nacida a principios del siglo XX y que se ha desarrollado en muchísimas parroquias de todas las diócesis españolas y en muchas otras del mundo entero, y que ha sido alentada por la jerarquía eclesiástica. Para los que forman parte de esta archicofradía y para los que no tengan noticia aún, queremos reseñar brevemente algunos datos históricos que permitan conocer esta institución, ya que podría ayudarles a crecer en su amor a la Eucaristía.