LA SANGRE DE JESÚS
En el Nuevo Testamento se declara muy a menudo que nuestra justificación y salvación se debe a la sangre de Jesús (1 Jn. 1:7; Ap. 5:9; 12:11; Ro. 5:9; etc.). Para darnos cuenta de la significación de la sangre de Cristo, debemos entender que es un principio bíblico que "la vida de toda carne es su sangre" (Lv. 17:14). Sin sangre, el cuerpo no puede vivir; por lo tanto, es simbólico de la vida. Esto explica lo apropiado de las palabras de Cristo: "Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros"(Jn. 6:53).
El pecado produce la muerte (Ro. 6:23), es decir, un derramamiento de la sangre, la cual lleva la vida. Por esta razón, se esperaba que los israelitas derramaran sangre cada vez que pecaban, para recordarles que el pecado produce la muerte. "Casi todo es purificado, según la ley [de Moisés], con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión [de los pecados]" (He. 9:22). Por este motivo, la cobertura que se hicieron Adán y Eva con hojas de higuera era inaceptable; en cambio, Dios mató un cordero para proporcionar pieles para que cubrieran su pecado (Gn. 3:7,21). En forma similar, el sacrificio de animales que hizo Abel fue aceptado, y no el ofrecimiento de vegetales que hizo Caín, porque él se daba cuenta de este principio de que sin derramamiento de sangre no podía haber perdón y aceptable acercamiento a Dios (Gn. 4: 3-5).
Estos incidentes señalan la suprema importancia de la sangre de Cristo. Esto estaba especialmente prefigurado en los acontecimientos de la Pascua, en la cual el pueblo de Dios tenía que colocar la sangre de un cordero en los postes y dintel de su puerta para poder salvarse de la muerte. Esta sangre apuntaba a la de Jesús, con la cual debemos cubrir nuestros pecados. Antes del tiempo de Cristo, los judíos tenían que ofrecer sacrificios de animales por sus pecados, conforme a la ley que Dios les dio por medio de Moisés. Sin embargo, este derramamiento de sangre animal debe haberles enseñado una gran lección. El pecado se castiga con la muerte (Ro. 6:23); no era posible que un ser humano pudiera matar un animal como substituto de sí mismo. El animal que él ofrecía no reconocía el bien o el mal; tampoco lo representaba plenamente: "Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados" (He. 10:4).
Por lo tanto, surge la pregunta: ‘¿Por qué los judíos tenían que sacrificar animales cuando pecaban?’ En Gálatas 3:24 Pablo resume las diversas respuestas a esta pregunta: "La ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo". Los animales que ellos mataban como ofrendas por el pecado tenían que ser sin mancha, sin defectos (Ex. 12:5; Lv. 1:3,10; etc.). Estos apuntaban hacia Cristo, "un cordero sin mancha" (1 P. 1:19). Por lo tanto, la sangre de esos animales representaba la de Cristo. Eran aceptados como sacrificio por el pecado en vista de que apuntaban hacia el sacrificio perfecto de Cristo, que Dios sabía que él haría. Por este causa, Dios perdonó los pecados de su pueblo que vivió antes del tiempo de Cristo. Su muerte fue "para la remisión de las transgresiones que habían [sido cometidas] bajo el primer pacto" (He. 9:15), es decir, la ley de Moisés (He. 8:5-9). Todos los sacrificios ofrecidos bajo la ley apuntaban hacia Cristo, la perfecta ofrenda por el pecado, quien "por el sacrificio de sí mismo... [quitó] de en medio el pecado" (He. 9:26; 13:11,12; Ro. 8:3, compárese con 2 Co. 5:21).
En la sección 7.3 explicamos cómo la totalidad del Antiguo Testamento, particularmente la ley de Moisés, apuntaba hacia Cristo. Bajo la ley el modo de acercarse a Dios era por medio del Sumo Sacerdote; él era el mediador entre Dios y los hombres bajo el Antiguo Pacto, así como Cristo lo es bajo el Nuevo Pacto (He. 9:15), "La ley constituye sumos sacerdotes a débiles hombres; pero la palabra del juramento... al Hijo, hecho perfecto para siempre" (He. 7:28). Como ellos mismos eran pecadores, estos hombres no estaban en estado de ganar verdadero perdón para los hombres. Los animales que ellos sacrificaban por el pecado no eran verdaderamente representativos de los pecadores. Lo que se requería era un ser humano perfecto, que fuera en todo representativo del hombre pecador, pero que hiciera un sacrificio por el pecado. Entonces los hombres podrían beneficiarse asociándose a sí mismos con ese sacrificio. De manera similar, se requería un sumo sacerdote perfecto, que simpatizara con los hombres pecadores por los cuales él intercedía, habiendo sido tentado de la misma manera que ellos (He. 2:14-18).
Jesús cumplía perfectamente con este requerimiento: "Tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha" (He. 7:26). Él no necesita sacrificar continuamente por sus pecados, ni está más sujeto a la muerte (He. 7:23,27). A la luz de esto, la Escritura comenta acerca de Cristo como nuestro sacerdote: "Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos" (He. 7:25). Debido a que Cristo tenía naturaleza humana, él, como nuestro Sumo Sacerdote ideal, "puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza" (He. 5:2, Biblia de Jerusalén). Esto recuerda la declaración referente a Cristo "el también participó" de nuestra naturaleza humana (He.2:14).
Así como los sumos sacerdotes judíos sólo intercedían por el pueblo de Dios, Israel, así Cristo es sacerdote sólo para el Israel espiritual: los que han sido bautizados en Cristo, habiendo entendido el verdadero evangelio. Él es "un gran sacerdote sobre la casa de Dios" (He. 10:21), que se compone de aquellos que han nacido nuevamente por medio del bautismo (1 P. 2:2-5), teniendo la verdadera esperanza del evangelio (He. 3:6). Por lo tanto, el reconocer los maravillosos beneficios del sacerdocio de Cristo debería alentarnos a bautizarnos en él; sin esto, él no puede interceder por nosotros.
Habiendo sido bautizados en Cristo, deberíamos interesarnos en hacer pleno uso del sacerdocio de Cristo; en verdad, tenemos ciertas responsabilidades con respecto a esto, conforme a lo cual debemos vivir. "Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza" (He. 13:15). El plan de Dios de proveer a Cristo como nuestro sacerdote tenía el propósito de que lo glorificáramos a él; por lo tanto, deberíamos hacer constante uso de nuestro acceso a Dios por medio de Cristo para alabarlo. Heb. 10:21-25 enumera varias responsabilidades que tenemos por motivo de que Cristo es nuestro Sumo Sacerdote: "Teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios:
1. Acerquémonos [a Dios] con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura". Entender el sacerdocio de Cristo significa que deberíamos bautizarnos en él ("lavados los cuerpos"), y nunca deberíamos dejar que en nuestra mente se desarrolle una mala conciencia. Si creemos en la expiación de Cristo, somos hechos uno con Dios por medio de su sacrificio.
2. "Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza". No deberíamos desviarnos de las verdaderas doctrinas que han producido nuestro entendimiento del sacerdocio de Cristo.
3. "Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor... no dejando de congregarnos". Deberíamos afectuosamente ligarnos a otros que entiendan y se beneficien del sacerdocio; esto ocurre particularmente al congregarnos para el servicio del partimiento del pan, por medio de lo cual recordamos el sacrificio de Cristo (véase la sección 11.3.5).
El reconocer estas cosas debería llenarnos de humilde confianza de que verdaderamente alcanzaremos la salvación , si nos bautizamos y perseveramos en Cristo: "Acerquémonos, pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro" (He. 4:16).