Editorial I
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En la política argentina, rige una vieja y mala costumbre: cada gobierno que asume a menudo se queja de la herencia recibida y, en ocasiones, busca demonizar el pasado más reciente.
La visión de los hechos históricos se matiza frecuentemente con tintes ideológicos que llevan a interpretaciones prejuiciosas. En nuestro país esa desviación parece ser hoy la regla más que la excepción. Muchas personas ilustradas, así como diversos políticos y algunos periodistas, están interpretando el pasado de manera de fundamentar su actual posición política o ideológica, y no meramente para indagar la realidad histórica.
Esta forma de historiar no es nueva y puede reconocerse desde tiempo atrás, por ejemplo en la calificación muy difundida del período de los treinta, como la "década infame". También parece encaminarse a reconocer con alguna calificación de ese tipo a la década de los años noventa, al menos con mucho empeño desde ciertos espacios políticos. Hay un verdadero proceso de demonización de esa década, en particular desde la cúpula del gobierno nacional.
Los años noventa fueron de luces y sombras. El default de la deuda pública y el desplome económico y financiero de fines de 2001 hoy se exponen como una consecuencia inevitable de una política económica supuestamente destructiva, aplicada durante aquella década. Más precisamente, se le adjudica a aquella política el carácter de neoliberal y sujeta al llamado Consenso de Washington, y de allí que no sólo se la demoniza, sino que también se expone la crisis como la demostración palpable del fracaso de la economía de mercado.
El análisis y la relación de causalidad se muestran como hechos irrefutables que no necesitan demostración. Sin embargo, en la evaluación del éxito o el fracaso de la economía de mercado no se analizan las desviaciones habidas en la Argentina respecto de las reglas que la deben caracterizar ni tampoco se mira lo que ocurre en el mundo desarrollado o en Chile, o bien se lo lee incorrectamente.
En la década del 90 hubo logros específicos indiscutibles en el campo económico. Se alcanzó la estabilidad de precios y eso permitió resguardar y mejorar el poder adquisitivo de los salarios, además de reducir la conflictividad laboral. Las privatizaciones permitieron mejorar significativamente la eficiencia de los servicios, modernizar las comunicaciones y expandir la infraestructura energética y de transporte. La inversión privada en estas áreas creció, aliviando al erario de esa responsabilidad, y el déficit fiscal se redujo notablemente. Se eliminaron regulaciones innecesarias, creando un clima favorable a la inversión en la industria, el agro y los servicios.
Esto hizo posible lograr ganancias importantes de productividad con sus dos efectos contrapuestos. Por un lado, el crecimiento de la economía, que alcanzó un 4,2% medio anual acumulativo entre 1992 y 1998. Pero por otro lado se produjo un aumento del desempleo, que llegó a un nivel del 18,4% en mayo de 1995, para reducirse al 13,8% en octubre de 1999. Los índices de pobreza fueron disminuidos desde los altos porcentajes alcanzados durante la hiperinflación de 1989, aunque a fines de los 90, con los altibajos ocasionados por la crisis externa, comenzaron nuevamente a elevarse. Pero fue sólo en 2001 y notablemente en 2002, luego del default y la devaluación, cuando la pobreza se catapultó a cifras inéditas.
La convertibilidad implicó una virtual dolarización y en su instauración no se consideró la evolución inercial inicial de los precios de los servicios y de los salarios. Esto determinó precios relativos excesivamente ajustados en contra de determinadas actividades productivas. Las industrias menos competitivas tuvieron dificultades y en algunos casos debieron cerrar. Este es, sin duda, uno de los motivos de queja de algunas entidades empresariales respecto de los noventa. Pero el verdadero talón de Aquiles de la economía de esa década fue el déficit fiscal residual no eliminado y el consecuente crecimiento de la deuda pública. La ausencia de las llamadas reformas de segunda generación, particularmente la modernización del Estado, impidieron reducir el déficit, que se mantuvo entre el 2 y el 3% del producto bruto interno. El encarecimiento del crédito como consecuencia de las sucesivas crisis internacionales limitó y encareció la única fuente posible de financiamiento de ese déficit. El riesgo país así creció y se crearon las condiciones para la posterior crisis financiera y finalmente el default declarado a fines de 2001.
Lo peculiar es que la demonización de las políticas económicas de los noventa no pasa en general por esta cuestión, sino por las cosas buenas que se hicieron.
Más allá de la economía, los noventa muestran otras facetas. Como positivo, debe reconocerse una amplia libertad de expresión y también debe destacarse el esfuerzo de reconciliación y superación de las difíciles cuestiones del pasado, que intentó el presidente Carlos Menem. Como negativo, debemos mencionar la frivolidad y la enorme corrupción que caracterizaron aquella gestión de gobierno. En el índice de percepción de corrupción de Transparencia Internacional, la Argentina en 1999 se encontraba peor ubicada que el 80,1% de los países relevados. En 1995 había habido un 68,6% de países con menos corrupción. Sin duda, durante la década se había empeorado. En esta materia, sin embargo, los gobiernos más recientes no han podido corregir esta lamentable tendencia. En el índice de 2004, la Argentina está peor ubicada que el 83,3% de los países relevados; es decir que ha continuado descendiendo.
En el plano institucional, la gestión del presidente Menem es susceptible de severas críticas fundadas. La independencia y respeto entre poderes fue ultrajada por la corrupción, el exceso de decretos de necesidad y urgencia, y por el aumento de los miembros de la Corte, designados en función de su proximidad política. El Pacto de Olivos y la habilitación de la reelección presidencial contra otras compensaciones políticas, introducidas en la Constitución Nacional en 1994, fueron un ejemplo de falta absoluta de probidad republicana.
Pero si de demonizar se trata, habría que preguntarse qué hacían en la última década quienes hoy nos gobiernan. ¿Acaso alguien puede tirar la primera piedra?
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