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PAPADO NUEVO ORDEN MUNDIAL ANTES DE LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO ULTIMA ETAPA DE ESTE MUNDO PROFECIAS BIBLICAS DE DANIEL Y APOCALIPSIS . El Apóstol Pablo, en su segunda carta a los Tesalonicenses, predijo la gran apostasía que había de resultar en el establecimiento del poder papal. Declaró, respecto al día de Cristo: “Ese día no puede venir, sin que venga primero la apostasía, y sea revelado el hombre de pecado, el hijo de perdición; el cual se opone a Dios, y se ensalza sobre todo lo que se llama Dios, o que es objeto de culto; de modo que se siente en el templo de Dios, ostentando que él es Dios”. 2 Tesalonicenses 2:3, 4 (VM). Y además el apóstol advierte a sus hermanos que “el misterio de iniquidad está ya obrando”. Vers. 7. Ya en aquella época veía él que se introducían en la iglesia errores que prepararían el camino para el desarrollo del papado. Esta avenencia entre el paganismo y el cristianismo dio por resultado el desarrollo del “hombre de pecado” predicho en la profecía como oponiéndose a Dios y ensalzándose a sí mismo sobre Dios. Ese gigantesco sistema de falsa religión es obra maestra del poder de Satanás, un monumento de sus esfuerzos para sentarse él en el trono y reinar sobre la tierra según su voluntad. Una de las principales doctrinas del romanismo enseña que el papa es cabeza visible de la iglesia universal de Cristo, y que fue investido de suprema autoridad sobre los obispos y los pastores de todas las partes del mundo. Aun más, al papa se le han dado los títulos propios de la divinidad. Se le ha titulado “Señor Dios el Papa” , y se le ha declarado infalible. Exige que todos los hombres le rindan homenaje. La misma pretensión que sostuvo Satanás cuando tentó a Cristo en el desierto, la sostiene aún por medio de la iglesia de Roma, y muchos son los que están dispuestos a rendirle homenaje. En el siglo XIII se estableció la más terrible de las maquinaciones del papado: la Inquisición. El príncipe de las tinieblas obró de acuerdo con los jefes de la jerarquía papal. En sus concilios secretos, Satanás y sus ángeles gobernaron los espíritus de los hombres perversos, mientras que invisible acampaba entre ellos un ángel de Dios que llevaba apunte de sus malvados decretos y escribía la historia de hechos por demás horrorosos para ser presentados a la vista de los hombres. “Babilonia la grande” fue “embriagada de la sangre de los santos”. Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios venganza contra aquel poder apóstata.
“Tú JESUITA Papado debes servir en el tiempo debido como el instrumento y ejecutor dirigido por tus superiores; porque ninguno puede comandar aquí que no haya consagrado sus labores con la sangre de los herejes; porque ‘sin el derramamiento de sangre ningún hombre puede ser salvado’.
“Yo, _____, ahora, en la presencia del Dios Todopoderoso, la bendita Virgen María, el bendito Miguel Arcángel, el bendito San Juan el Bautista, los Santos Apóstoles, San Pedro y San Pablo y todos los santos y sagradas huestes del cielo… …
“Yo, además de esto, prometo y declaro que, cuando la oportunidad se presente, haré y pelearé una guerra incesante, secreta y abierta, contra todos los herejes, Protestantes y Liberales, como sea dirigido a hacerlo.
“[*Y] que cuando la misma no pueda ser hecha abiertamente, yo usaré secretamente la copa envenenada, la cuerda de estrangulación, el acero del puñal (una daga) o la bala de plomo, sin considerar el honor, rango, dignidad, o autoridad, de la persona o las personas, cualquiera pueda ser su condición en la vida, ya pública o privada, como yo sea en ese tiempo dirigido a hacerlo por algún agente del Papa o superior de la hermandad de la santa fe, de la Sociedad de Jesús”. [La Cruz Doble: Alberto, Parte 2, 1981]
Pasados los primeros triunfos de la Reforma, Roma reunió nuevas fuerzas con la esperanza de acabar con ella. Entonces fue cuando nació la orden de los jesuítas, que iba a ser el más cruel, el menos escrupuloso y el más formidable de todos los campeones del papado. Libres de todo lazo terrenal y de todo interés humano, insensibles a la voz del afecto natural, sordos a los argumentos de la razón y a la voz de la conciencia, no reconocían los miembros más ley, ni más sujeción que las de su orden, y no tenían más preocupación que la de extender su poderío. El Evangelio de Cristo había capacitado a sus adherentes para arrostrar los peligros y soportar los padecimientos, sin desmayar por el frío, el hambre, el trabajo o la miseria, y para sostener con denuedo el estandarte de la verdad frente al potro, al calabozo y a la hoguera. Para combatir contra estas fuerzas, el jesuitismo inspiraba a sus adeptos un fanatismo tal, que los habilitaba para soportar peligros similares y oponer al poder de la verdad todas las armas del engaño. Para ellos ningún crimen era demasiado grande, ninguna mentira demasiado vil, ningún disfraz demasiado difícil de llevar. Ligados por votos de pobreza y de humildad perpetuas, estudiaban el arte de adueñarse de la riqueza y del poder para consagrarlos a la destrucción del protestantismo y al restablecimiento de la supremacía papal. Al darse a conocer como miembros de la orden, se presentaban con cierto aire de santidad, visitando las cárceles, atendiendo a los enfermos y a los pobres, haciendo profesión de haber renunciado al mundo, y llevando el sagrado nombre de Jesús, de Aquel que anduvo haciendo bienes. Pero bajo esta fingida mansedumbre, ocultaban a menudo propósitos criminales y mortíferos. Era un principio fundamental de la orden, que el fin justifica los medios. Según dicho principio, la mentira, el robo, el perjurio y el asesinato, no sólo eran perdonables, sino dignos de ser recomendados. siempre que vieran los intereses de la iglesia. Con muy diversos disfraces se introducían los jesuitas en los puestos del estado, elevándose hasta la categoría de consejeros de los reyes, y dirigiendo la política de las naciones. Se hacían criados para convertirse en espías de sus señores. Establecían colegios para los hijos de príncipes y nobles, y escuelas para los del pueblo; y los hijos de padres protestantes eran inducidos a observar los ritos romanistas. Toda la pompa exterior desplegada en el culto de la iglesia de Roma se aplicaba a confundir la mente y ofuscar y embaucar la imaginación, para que los hijos traicionaran aquella libertad por la cual sus padres habían trabajado y derramado su sangre. Los jesuitas se esparcieron rápidamente por toda Europa y doquiera iban lograban reavivar el papismo. (Conflicto, 249-250)
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La iglesia romana Papado se prepara para una lucha violenta y resuelta a fin de recuperar el gobierno del mundo, restablecer las persecuciones, y deshacer todo lo que el protestantismo ha hecho.”Apoc13,7cap 17,6cap 18,24cap 12,17.(Conflicto de los Siglos, 621,622)
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La gente quedó del todo engañada. Se le enseñó que el papa y los sacerdotes eran los representantes de Cristo, cuando en verdad lo eran de Satanás, y a Satanás adoraban cuantos ante ellos se postraban. (Primeros Escritos, 213)Apocalipsis12,9cap 13,4,5,6,7.cap 17,8.
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La gente quedó del todo engañada. Se le enseñó que el papa y los sacerdotes eran los representantes de Cristo, cuando en verdad lo eran de Satanás, y a Satanás adoraban cuantos ante ellos se postraban. (Primeros Escritos, 213)
En toda la tierra el papado está acumulando sus altas y macizas estructuras en cuyos secretos recintos se han de repetir sus antiguas persecuciones. (2 JT, 149)
La iglesia apela al fuerte brazo del poder civil, y en esta tarea, se solicita a los papistas que vengan para ayudar a los protestantes. (Spirit of Profecy, volumen 4, p. 425)
El papa es el anticristo, y (…) su trono es el de Satanás mismo. (HR, 362)Apoc 12,9cap 13,4,5,6,7cap 13,17,18cap 17,8.
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SUPREMACIA PAPAL LA RUINA DEL MUNDO LOS JESUITAS.
Fieles portaantorchas
A unque sumida la tierra en tinieblas durante el largo período de la supremacía papal, la luz de la verdad no pudo apagarse por completo. En todas las edades hubo testigos de Dios, hombres que conservaron su fe en Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, que reconocían la Biblia como única regla de su vida y santificaban el verdadero día de reposo. Nunca sabrá la posteridad cuánto debe el mundo a esos hombres. Se les marcaba como a herejes, los móviles que los inspiraban eran impugnados, su carácter difamado y sus escritos prohibidos, adulterados o mutilados. Sin embargo permanecieron firmes, y de siglo en siglo conservaron pura su fe, como herencia sagrada para las generaciones futuras. CS 59.1
La historia del pueblo de Dios durante los siglos de oscuridad que siguieron a la supremacía de Roma, está escrita en el cielo, aunque ocupa escaso lugar en las crónicas de la humanidad. Pocas son las huellas que de su existencia pueden encontrarse fuera de las que se encuentran en las acusaciones de sus perseguidores. La política de Roma consistió en hacer desaparecer toda huella de oposición a sus doctrinas y decretos. Trató de destruir todo lo que era herético, bien se tratase de personas o de escritos. Las simples expresiones de duda u objeciones acerca de la autoridad de los dogmas papales bastaban para quitarle la vida al rico o al pobre, al poderoso o al humilde. Igualmente se esforzó Roma en destruir todo lo que denunciase su crueldad contra los disidentes. Los concilios papales decretaron que los libros o escritos que hablasen sobre el particular fuesen quemados. Antes de la invención de la imprenta eran pocos los libros, y su forma no se prestaba para conservarlos, de modo que los romanistas encontraron pocos obstáculos para llevar a cabo sus propósitos. CS 59.2
Ninguna iglesia que estuviese dentro de los límites de la jurisdicción romana gozó mucho tiempo en paz de su libertad de conciencia. No bien se hubo hecho dueño del poder el papado, extendió los brazos para aplastar a todo el que rehusara reconocer su gobierno; y una tras otra las iglesias se sometieron a su dominio. |
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En Gran Bretaña el cristianismo primitivo había echado raíces desde muy temprano. El evangelio recibido por los habitantes de este país en los primeros siglos no se había corrompido con la apostasía de Roma. La persecución de los emperadores paganos, que se extendió aun hasta aquellas remotas playas, fue el único don que las primeras iglesias de Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos de los cristianos que huían de la persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; de allí la verdad fue llevada a Irlanda, y en todos esos países fue recibida con gozo. CS 60.2
Luego que los sajones invadieron a Gran Bretaña, el paganismo llegó a predominar. Los conquistadores desdeñaron ser instruidos por sus esclavos, y los cristianos tuvieron que refugiarse en los páramos. No obstante la luz, escondida por algún tiempo, siguió ardiendo. Un siglo más tarde brilló en Escocia con tal intensidad que se extendió a muy lejanas tierras. De Irlanda salieron el piadoso Colombano y sus colaboradores, los que, reuniendo en su derredor a los creyentes esparcidos en la solitaria isla de Iona, establecieron allí el centro de sus trabajos misioneros. Entre estos evangelistas había uno que observaba el sábado bíblico, y así se introdujo esta verdad entre la gente. Se fundó en Iona una escuela de la que fueron enviados misioneros no solo a Escocia e Inglaterra, sino a Alemania, Suiza y aun a Italia. CS 60.3
Roma empero había puesto los ojos en Gran Bretaña y resuelto someterla a su supremacía. En el siglo VI, sus misioneros emprendieron la conversión de los sajones paganos. Recibieron favorable acogida por parte de los altivos bárbaros a quienes indujeron por miles a profesar la fe romana. A medida que progresaba la obra, los jefes papales y sus secuaces tuvieron encuentros con los cristianos primitivos. Se vio entonces un contraste muy notable. Eran estos cristianos primitivos sencillos y humildes, cuyo carácter y cuyas doctrinas y costumbres se ajustaban a las Escrituras, mientras que los discípulos de Roma ponían de manifiesto la superstición, la arrogancia y la pompa del papado. El emisario de Roma exigió de estas iglesias cristianas que reconociesen la supremacía del soberano pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña respondieron humildemente que ellos deseaban amar a todo el mundo, pero que el papa no tenía derecho de supremacía en la iglesia y que ellos no podían rendirle más que la sumisión que era debida a cualquier discípulo de Cristo. Varias tentativas se hicieron para conseguir que se sometiesen a Roma, pero estos humildes cristianos, espantados del orgullo que ostentaban los emisarios papales, respondieron con firmeza que ellos no reconocían a otro jefe que a Cristo. Entonces se reveló el verdadero espíritu del papado. El enviado católico romano les dijo: “Si no recibís a los hermanos que os traen paz, recibiréis a los enemigos que os traerán guerra; si no os unís con nosotros para mostrar a los sajones el camino de vida, recibiréis de ellos el golpe de muerte” (J. H. Merle d’Aubigné, Histoire de la Réformation du seizième siècle, París, 1835-53, libro 17, cap. 2). No fueron vanas estas amenazas. La guerra, la intriga y el engaño se emplearon contra estos testigos que sostenían una fe bíblica, hasta que las iglesias de la primitiva Inglaterra fueron destruidas u obligadas a someterse a la autoridad del papa. CS 61.1
En los países que estaban fuera de la jurisdicción de Roma existieron por muchos siglos grupos de cristianos que permanecieron casi enteramente libres de la corrupción papal. Rodeados por el paganismo, con el transcurso de los años fueron afectados por sus errores; no obstante siguieron considerando la Biblia como la única regla de fe y adhiriéndose a muchas de sus verdades. Creían estos cristianos en el carácter perpetuo de la ley de Dios y observaban el sábado del cuarto mandamiento. Hubo en el África central y entre los armenios de Asia iglesias que mantuvieron esta fe y esta observancia.
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Mas entre los que resistieron las intrusiones del poder papal, los valdenses fueron los que más sobresalieron. En el mismo país en donde el papado asentara sus reales fue donde encontraron mayor oposición su falsedad y corrupción. Las iglesias del Piamonte mantuvieron su independencia por algunos siglos, pero al fin llegó el tiempo en que Roma insistió en que se sometieran. Tras larga serie de luchas inútiles, los jefes de estas iglesias reconocieron, aunque de mala gana, la supremacía de aquel poder al que todo el mundo parecía rendir homenaje. Hubo sin embargo algunos que rehusaron sujetarse a la autoridad de papas o prelados. Determinaron mantenerse leales a Dios y conservar la pureza y sencillez de su fe. Se efectuó una separación. Los que permanecieron firmes en la antigua fe se retiraron; algunos, abandonando sus tierras de los Alpes, alzaron el pendón de la verdad en países extraños; otros se refugiaron en los valles solitarios y en los baluartes peñascosos de las montañas, y allí conservaron su libertad para adorar a Dios. CS 62.1
La fe que por muchos siglos sostuvieron y enseñaron los cristianos valdenses contrastaba notablemente con las doctrinas falsas de Roma. De acuerdo con el sistema verdaderamente cristiano, fundaban su creencia religiosa en la Palabra de Dios escrita. Pero esos humildes campesinos en sus oscuros retiros, alejados del mundo y sujetos a penosísimo trabajo diario entre sus rebaños y viñedos, no habían llegado de por sí al conocimiento de la verdad que se oponía a los dogmas y herejías de la iglesia apóstata. Su fe no era una fe nueva. Su creencia en materia de religión la habían heredado de sus padres. Luchaban en pro de la fe de la iglesia apostólica, “la fe que ha sido una vez dada a los santos”. Judas 3. “La iglesia del desierto”, y no la soberbia jerarquía que ocupaba el trono de la gran capital, era la verdadera iglesia de Cristo, la depositaria de los tesoros de verdad que Dios confiara a su pueblo para que los diera al mundo. CS 62.2
Entre las causas principales que motivaron la separación entre la verdadera iglesia y Roma, se contaba el odio de esta hacia el sábado bíblico. Como se había predicho en la profecía, el poder papal echó por tierra la verdad. La ley de Dios fue pisoteada mientras que las tradiciones y las costumbres de los hombres eran ensalzadas. Se obligó a las iglesias que estaban bajo el gobierno del papado a honrar el domingo como día santo. Entre los errores y la superstición que prevalecían, muchos de los verdaderos hijos de Dios se encontraban tan confundidos, que a la vez que observaban el sábado se abstenían de trabajar el domingo. Mas esto no satisfacía a los jefes papales. No solo exigían que se santificara el domingo sino que se profanara el sábado; y acusaban en los términos más violentos a los que se atrevían a honrarlo. Solo huyendo del poder de Roma era posible obedecer en paz a la ley de Dios.
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En su pureza y sencillez, las iglesias valdenses se asemejaban a la iglesia de los tiempos apostólicos. Rechazaban la supremacía de papas y prelados, y consideraban la Biblia como única autoridad suprema e infalible. En contraste con el modo de ser de los orgullosos sacerdotes de Roma, sus pastores seguían el ejemplo de su Maestro que “no vino para ser servido, sino para servir”. Apacentaban el rebaño del Señor conduciéndolo por verdes pastos y a las fuentes de agua de vida de su santa Palabra. Alejado de los monumentos, de la pompa y de la vanidad de los hombres, el pueblo se reunía, no en soberbios templos ni en suntuosas catedrales, sino a la sombra de los montes, en los valles de los Alpes, o en tiempo de peligro en sitios peñascosos semejantes a fortalezas, para escuchar las palabras de verdad de labios de los siervos de Cristo. Los pastores no solo predicaban el evangelio, sino que visitaban a los enfermos, catequizaban a los niños, amonestaban a los que andaban extraviados y trabajaban para resolver las disputas y promover la armonía y el amor fraternal. En tiempo de paz eran sostenidos por las ofrendas voluntarias del pueblo; pero a imitación de San Pablo que hacía tiendas, todos aprendían algún oficio o profesión con que sostenerse en caso necesario.
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Para los valdenses, las Sagradas Escrituras no contenían tan solo los anales del trato que Dios tuvo con los hombres en lo pasado y una revelación de las responsabilidades y deberes de lo presente, sino una manifestación de los peligros y glorias de lo porvenir. Creían que no distaba mucho el fin de todas las cosas, y al estudiar la Biblia con oración y lágrimas, tanto más los impresionaban sus preciosas enseñanzas y la obligación que tenían de dar a conocer a otros sus verdades. Veían claramente revelado en las páginas sagradas el plan de la salvación, y hallaban consuelo, esperanza y paz, creyendo en Jesús. A medida que la luz iluminaba su entendimiento y alegraba sus corazones, deseaban con ansia ver derramarse sus rayos sobre aquellos que se hallaban en la oscuridad del error papal. CS 69.1
Veían que muchos, guiados por el papa y los sacerdotes, se esforzaban en vano por obtener el perdón mediante las mortificaciones que imponían a sus cuerpos por el pecado de sus almas. Como se les enseñaba a confiar en sus buenas obras para obtener la salvación, se fijaban siempre en sí mismos, pensando continuamente en lo pecaminoso de su condición, viéndose expuestos a la ira de Dios, afligiendo su cuerpo y su alma sin encontrar alivio. Así es como las doctrinas de Roma tenían sujetas a las almas concienzudas. Millares abandonaban amigos y parientes y se pasaban la vida en las celdas de un convento. Trataban en vano de hallar paz para sus conciencias con repetidos ayunos y crueles azotes y vigilias, postrados por largas horas sobre las losas frías y húmedas de sus tristes habitaciones, con largas peregrinaciones, con sacrificios humillantes y con horribles torturas. Agobiados por el sentido del pecado y perseguidos por el temor de la ira vengadora de Dios, muchos se sometían a padecimientos hasta que la naturaleza exhausta concluía por sucumbir y bajaban al sepulcro sin un rayo de luz o de esperanza.
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Los misioneros valdenses invadían el reino de Satanás y los poderes de las tinieblas se sintieron incitados a mayor vigilancia. Cada esfuerzo que se hacía para que la verdad avanzara era observado por el príncipe del mal, y este atizaba los temores de sus agentes. Los caudillos papales veían peligrar su causa debido a los trabajos de estos humildes viandantes. Si permitían que la luz de la verdad brillara sin impedimento, disiparía las densas nieblas del error que envolvían a la gente; guiaría los espíritus de los hombres hacia Dios solo y destruiría al fin la supremacía de Roma. CS 72.2
La misma existencia de estos creyentes que guardaban la fe de la primitiva iglesia era un testimonio constante contra la apostasía de Roma, y por lo tanto despertaba el odio y la persecución más implacables. Era además una ofensa que Roma no podía tolerar el que se negasen a entregar las Sagradas Escrituras. Determinó raerlos de la superficie de la tierra. Entonces empezaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de Dios en sus hogares de las montañas. Lanzáronse inquisidores sobre sus huellas, y la escena del inocente Abel cayendo ante el asesino Caín repitióse con frecuencia. CS 72.3
Una y otra vez fueron asolados sus feraces campos, destruidas sus habitaciones y sus capillas, de modo que de lo que había sido campos florecientes y hogares de cristianos sencillos y hacendosos no quedaba más que un desierto. Como la fiera que se enfurece más y más al probar la sangre, así se enardecía la saña de los siervos del papa con los sufrimientos de sus víctimas. A muchos de estos testigos de la fe pura se les perseguía por las montañas y se les cazaba por los valles donde estaban escondidos, entre bosques espesos y cumbres roqueñas. CS 72.4
Ningún cargo se le podía hacer al carácter moral de esta gente proscrita. Sus mismos enemigos la tenían por gente pacífica, sosegada y piadosa. Su gran crimen consistía en que no querían adorar a Dios conforme a la voluntad del papa. Y por este crimen se les infligía todos los ultrajes, humillaciones y torturas que los hombres o los demonios podían inventar. CS 73.1
Una vez que Roma resolvió exterminar la secta odiada, el papa expidió una bula en que condenaba a sus miembros como herejes y los entregaba a la matanza (véase el Apéndice). No se les acusaba de holgazanes, ni de deshonestos, ni de desordenados, pero se declaró que tenían una apariencia de piedad y santidad que seducía “a las ovejas del verdadero rebaño”. Por lo tanto el papa ordenó que si “la maligna y abominable secta de malvados”, rehusaba abjurar, “fuese aplastada como serpiente venenosa” (Wylie, lib. 16, cap. 1). ¿Esperaba este altivo potentado tener que hacer frente otra vez a estas palabras? ¿Sabría que se hallaban archivadas en los libros del cielo para confundirle en el día del juicio? “En cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños de estos mis hermanos—dijo Jesús—, a mí lo hicisteis”. Mateo 25:40 (VM).
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WICLEF—El texto original de las bulas papales expedidas contra Wiclef, con la traducción inglesa, aparece en la obra de J. Foxe, Acts and Monuments, tomo 3, pp. 4-13 (ed. de Pratt-Townsend, Londres, 1870). Véase además J. Lewis, History of the Life and Sufferings of J. Wiclif, pp. 49-51, 305-314 (ed. de 1820); Lechler, Johann v. Wiclif und die Vorgeschichte der Reformation, cap. 5, sec. 2 (Leipzig, 1873); A. Neander, Allgemeine Geschichte der christlichen Religion und Kirche, tomo 6, sec. 2, parte 1, párr. 8 (pp. 276, 277, ed. de Hamburgo, 1852). ESFUERZOS PARA SUPRIMIR Y DESTRUIR LA BIBLIA—En cuanto a los esfuerzos de larga duración hechos en Francia para acabar con la Biblia, especialmente con las versiones en lengua vulgar, dice Gaussen: “Ya el decreto de Tolosa (de Francia), de 1229, [...] instituía el espantoso tribunal de la Inquisición contra todos los lectores de la Biblia en lengua vulgar. Era un decreto de fuego, de sangre y de asolamiento. En sus capítulos III, IV, V y VI disponía que se destruyeran por completo hasta las casas y los más humildes escondrijos y aun los retiros subterráneos de los que fueran convictos de poseer las Escrituras, y que ellos mismos fueran perseguidos hasta en sus montes y en los antros de la tierra, y que se castigara con severidad aun a sus encubridores”. Como resultado la Biblia “fue pues prohibida en todas partes; desapareció en cierto modo de sobre la tierra, bajó al sepulcro”. Estos decretos fueron “seguidos durante quinientos años de suplicios sin cuento en que la sangre de los santos corrió como agua”. (L. Gaussen, Le canon des Saintes Écritures, parte 2, lib. 2, cap. 7; y cap. 13 ed. de Lausana, 1860). Respecto a los esfuerzos especiales hechos para destruir la Biblia durante el Reinado del Terror a fines de 1793, el Dr. Lorimer dice “Dondequiera que se encontrase una Biblia puede decirse que había persecución a muerte; a tal punto que varios comentadores respetables interpretan la muerte de los dos testigos, en el capítulo once del Apocalipsis, como refiriéndose a la supresión general, más aun, a la destrucción del Antiguo y Nuevo Testamentos en Francia durante aquella época” (J. G. Lorimer, An Historical Sketch of the Protestant Church in France, cap. 8, párrs. 4, 5).
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