Ray Bradbury, en el prototipo creado para el filme sobre La máquina del tiempo, de H. G. Wells
Traducción de Yolanda Fontal. Crítica. Barcelona, 2017. 352 páginas, 22€. Ebook: 12,34€
Tenía 10 años cuando mi hermano me pasó El ruido de un trueno, de Ray Bradbury, avalándolo con el comentario de que era “probablemente, el relato más guay que se había escrito jamás”. La acción comienza en 2055, cuando Estados Unidos acaba de elegir a un candidato presidencial moderado llamado Keith en lugar del déspota Deutscher, “el antitodo; militarista, anticristo, antihumano, antiintelectual”.
Mmm. En el relato, un aficionado a la caza mayor llamado Eckels paga a Safari en el Tiempo, S. A. 10.000 dólares para viajar 60 millones de años atrás con una máquina del tiempo y poder abatir un Tyrannosaurus rex. Pero hay una pega: Eckels debe seguir “el sendero”, un pasillo antigravitatorio que Safari en el Tiempo, S. A. ha suspendido sobre el suelo de la selva. ¿Por qué? Porque, como explica el guía de caza, “si pone el pie sobre un ratón podría desencadenar un terremoto, y sus efectos sacudirían la Tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus orígenes”.
Naturalmente, Eckels se sale del sendero al dar un traspié y aplasta una mariposa, “una cosa diminuta capaz de alterar todos los equilibrios”. Cuando la partida de caza regresa al futuro, ¿adivinan quién es el presidente electo? “No ese tonto debilucho de Keith”, declara el oficinista de Safari en el Tiempo, S. A. “Ahora tenemos un hombre de hierro, ¡un hombre con agallas!”.
Con 10 años, la dramatización de Bradbury me atrapó. Leí el relato media docena de veces y luego caminé con cuidado por el jardín, preguntándome si cada hormiga que pisase supondría la destrucción de la civilización en 3924. A medida que iba haciéndome mayor, también aumentaba el número de historias sobre viajes en el tiempo que devoraba. Vi a Superman haciendo que la Tierra girara hacia atrás; vi a John Connor enviar al pasado a un joven soldado (¿que de algún modo era también su padre?) para proteger a su madre de Terminator. Un yanqui en la corte del rey Arturo de Twain hizo que anhelase despertarme en una época en la que mi reloj Casio de pulsera asombrase a la gente como si de brujería se tratase, y La flecha del tiempo de Martin Amis acabó con mi suposición de que todas las narraciones debían transcurrir desde lo más antiguo hasta lo más reciente.
De hecho, como cultura mundial, nos hemos deleitado con tantas historias de viajes en el tiempo que, en 2011, el Ministerio de Prensa, Publicaciones, Radio, Cine y Televisión de China las denunció, acusándolas de “inventar mitos a la ligera, tener tramas monstruosas y extrañas, emplear tácticas absurdas e incluso defender el feudalismo, la superstición, el fatalismo y la reencarnación”. Eso basta para que cualquier narrador se ponga a construir su máquina del tiempo.
Y así llega Viajar en el tiempo de James Gleick (Nueva York, 1954). Primero, la mala noticia: aunque el título pueda indicar lo contrario, este no es un libro enviado desde el futuro a través de un agujero en el espacio-tiempo para detallar la gloriosa evolución de los viajes en el tiempo. ¡Vaya! Gleick incluso llega al extremo de afirmar que los viajes en el tiempo literales, tal como los han imaginado los escritores “no existen. No pueden existir”. ¿La buena noticia? Viajar en el tiempo, como toda la obra de Gleick, es una mezcolanza fascinante de filosofía, crítica literaria, física y observación cultural. Es ingeniosa (“El arrepentimiento es la barrita energética del viajero en el tiempo”), concisa (“¿Qué es el tiempo? Las cosas cambian y el tiempo es nuestro modo de estar al tanto”) y a menudo consigue enredar la mente del lector en uno de esos nudos gordianos que tanto me gustaban de niño.
Viajar en el tiempo empieza por lo que Gleick considera el principio, La máquina del tiempo de H. G. Wells, de 1895. “Cuando Wells imaginó una máquina del tiempo en su cuarto iluminado por una lámpara”, sostiene Gleick, “también inventó una nueva forma de pensamiento”. Por supuesto, la ciencia occidental estaba experimentando un cambio espectacular en esa misma época: Lyell y Darwin habían hecho saltar por los aires las concepciones más antiguas sobre la edad de la Tierra, las locomotoras y el telégrafo transformaban el espacio y Einstein estaba a punto de hacerle un agujero enorme a la teoría del tiempo absoluto de Newton. Por otra parte, en la literatura, Proust utilizaba la memoria para complicar un estilo narrativo más sencillo, y no pasaría mucho tiempo antes de que Woolf y Joyce comprimiesen, dilatasen y doblasen por la mitad el tiempo.
Pero, según Gleick, Wells fue el primero en unir las palabras “viaje” y “tiempo” y, al hacerlo, La máquina del tiempo desencadenó una especie de efecto mariposa, y la novela revoloteó década tras década por las almas de más y más narradores, que a su vez influían a más sucesores suyos, de R. Heinlein a Borges, de Isaac Asimov a William Gibson, de Woody Allen a Kate Atkinson. Hoy en día, escribe Gleick, “los viajes en el tiempo aparecen en las canciones pop, los anuncios de televisión […] los dibujos animados infantiles y las fantasías de los adultos inventan máquinas, puertas, portales y ventanas del tiempo”.
También se encuentra en la ciencia. Gleick es un pensador erudito capaz de citar la tesis de diplomatura de David Foster Wallace con tanta facilidad como la obra de Kurt Gödel y, como muchos de los narradores a los que reseña, utiliza los viajes en el tiempo para entablar debates apasionantes sobre la causalidad, el fatalismo, la predestinación y hasta la propia consciencia.
Incluye un capítulo humorísticamente burlón sobre la gente que entierra cápsulas del tiempo (“Los aficionados a las cápsulas del tiempo practican la arqueología inversa, pero también la nostalgia inversa”), habla del ciberespacio (“Todos los hiperenlaces son una puerta del tiempo”) y muestra una sensibilidad aguda y desenfadada hacia el modo en que el lenguajese torna resbaladizo cuando se habla del tiempo. ¿Por qué los angloparlantes dicen que el futuro está delante y el pasado está detrás, mientras que los hablantes de mandarín dicen que los acontecimientos futuros están debajo y los anteriores, arriba?
Como en su análisis sobre La información. Historia y realidad (2011), la mayor habilidad de Gleick en Viajar en el tiempo es la capacidad de síntesis: ve la práctica en la teoría, la literatura en la ciencia. Aunque este nuevo libro pueda parecer a veces un catálogo extenuante de referencias literarias y cinematográficas sobre los viajes en el tiempo, también es un recordatorio maravilloso de que la tecnología para viajar en el tiempo más potente que tenemos es la más antigua: la narración.
Lean un verso de Homero y podrán caminar por las murallas de Troya junto a Héctor; Gatsby; abran un libro de 1953 de Bradbury y vayan a cazar Tyrannosaurus rex con Eckels. El epígrafe de Gleick al penúltimo capítulo está tomado de Ursula Le Gin: “La narración es el único barco con el que podemos navegar por el río del tiempo”; y, por supuesto, tiene razón. Los estantes de todas las bibliotecas están repletos de máquinas del tiempo. Métanse en una, y en marcha.
© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW
¿Qué es el tiempo?
“La gente -explica Gleick- sigue preguntándose qué es el tiempo, como si la combinación adecuada de palabras pudiera deslizar el cerrojo y dejar un epigrama perfecto. El tiempo es ‘el paisaje de la experiencia', afirma Daniel Boorstin. ‘El tiempo no es sino el origen del recuerdo', dice Nabokov. ‘El tiempo es lo que pasa cuando no pasa nada', afirma Dick Feynman. ‘El tiempo es el modo que tiene la naturaleza de evitar que todo suceda a la vez', afirman Johnny Wheeler o Woody Allen. Heidegger dice: ‘No hay tiempo'.
¿Qué es el tiempo? “Tiempo es una palabra”. “Un continuo no espacial en el que los acontecimientos ocurren en una sucesión aparentemente irreversible desde el pasado, a través del presente, hasta el futuro” (American Heritage Dictionary of the Engish Language). Otras autoridades proponen interpretaciones totalmente diferentes, Ninguna de ellas es errónea. ¿Qué es el tiempo? “El término general para la experiencia de la duración”, según la Enciclopedia Británica.