MLL_249_REP_REP_024-029_003_i La capital de EE.UU. es el escenario clave de El símbolo perdido. La nueva novela de Dan Brown ha abierto un intenso debate sobre la naturaleza y el propósito oculto de algunos de los edificios y lugares más emblemáticos de Washington D.C.

Uno de nuestros escritores más internacionales, Javier Sierra, lleva tres años recorriéndolos y reflexiona sobre ellos en estas páginas. En ellas desvela la intención última de quienes diseñaron la moderna capital del mundo.

FUENTE: masalladelaciencia.es

 

¿Dónde está Arlington House? La mujer del uniforme gris que recibía a los despistados a la entrada del Cementerio Nacional de Arlington, en Washington D.C., me miró como si fuera un extraterrestre. –¿Arlington House? –repitió incrédula–. ¿Seguro que no quiere ver la tumba de Kennedy, señor? Hay un tour a punto de salir para allá… Negué con la cabeza. Acababa de llegar a la capital federal aquella hermosa mañana de abril de 2006; era la primera vez y quería que mi impresión de la ciudad comenzara a forjarse en ese preciso lugar. Manías, supongo. Por suerte, no fue necesario insistirle mucho más. La funcionaria me tendió un mapa, rodeó con un círculo rojo las tumbas que “debía visitar” –insistió en la de JFK, la de los astronautas del Challenger y dos o tres más– y me advirtió que en Arlington House, una casona colonial situada en el corazón del camposanto que estuvo habitada durante tres décadas por familiares de George Washington, no había ninguna tumba. –¿Está segura de eso? –repliqué. La mujer me miró como si todos los extranjeros fuéramos unos pobres locos y se dirigió al siguiente visitante de la cola.

Yo estaba seguro de que mis informaciones eran correctas y que frente a esa mansión iba a encontrar un mausoleo único. En realidad, el monumento funerario dedicado a Pierre Charles L’Enfant, el ingeniero francés al que George Washington y Thomas Jefferson encargaron el diseño de la capital de los Estados Unidos, levantado sobre unos pantanos por los que nadie –excepto aquel trío– apostaba gran cosa en 1791. Siguiendo el mapa llegué enseguida a “las vistas más gloriosas del mundo”. El marqués de Lafayette describió así el panorama que se divisaba desde la entrada a esa mansión. Y allí mismo, en medio de un parterre en flor, encontré lo que buscaba: una losa de mármol con un plano de la ciudad esculpido sobre ella que, a grandes rasgos, podía compararse con la ciudad real que emergía colina abajo. Si no eran “las vistas más gloriosas” al menos merecían figurar entre ellas. El Capitolio –cuya cúpula imita la de San Pedro del Vaticano–, la Casa Blanca y el obelisco más grande sobre la faz de la Tierra –una réplica de los que señorearon Heliópolis hace 4.000 años, pero de 170 m de altura– se extendían en el horizonte. Y allí, como un marcador en piedra que indicaba hacia dónde mirar, estaba la tumba. El hombre enterrado a mis pies fue descrito por el Premio Pulitzer Jules Jusserand como alguien “con la mente de un poeta, el alma de un profeta, ca- paz de percibir los tiempos futuros tan claramente como si fueran el presente; un varón que hace un siglo vislumbró lo que hoy vemos”. De hecho, a individuo tan singular le debemos una de las ciudades más cargadas de símbolos esotéricos, mágicos, astrológicos y alquímicos del mundo. Una urbe cuyo diseño original está inscrito en esa lápida, y cuyo trazado de calles y avenidas rectilíneas –alterado y adaptado en los últimos 200 años– nace sobre una serie de rombos que recuerdan sin ambages al Árbol sefirótico de la Vida. Washington D.C. fue, además, orientada Este-Oeste como los templos del mundo antiguo, y quizá no por casualidad hoy es la capital de la civilización como en el pasado lo fueron Roma, Madrid, Londres o Alejandría. Pero ¿se sabe por qué L’Enfant incluyó esos símbolos en su trazado? ¿Siguió, como parece, un “plan” oculto dictado por el propio George Washington? ¿Y qué perseguían él y los “magos” de los que se rodeó al recurrir a símbolos hebreos, egipcios y masones para levantar su ciudad? Meses antes de que estos asuntos comenzaran a preocupar a la opinión pública gracias al lanzamiento de la nueva novela de Dan Brown, y tras varias visitas consecutivas a la capital, fui haciéndome con algunas respuestas.

La urbe astrológica

Vaya por delante la primera: Washington es la última gran ciudad moderna que ha sido diseñada siguiendo directrices cósmicas. Parece una afirmación arriesgada, pero las evidencias para sostenerla están incluso al alcance de los “no iniciados”. Sus edificios públicos exhiben 23 zodiacos completos y algo más de un millar de símbolos astrológicos dispersos que forman configuraciones de lo más diversas, en las que no pocos expertos han encontrado un sutil “código estelar”. Plantar zodiacos a la vista de los ciudadanos es, en realidad, una antigua costumbre. Mucho antes que los arquitectos del Capitolio o de la biblioteca del Congreso, los antiguos constructores de catedrales los añadieron a sus vidrieras y pórticos y, aunque se pueden encontrar también en Londres o Nueva York –por ejemplo, el que abraza la famosa estatua dorada de Prometeo en el Rockefeller Center–, en ningún lugar son tan abundantes y generosos como en Washington. ¿Por qué? Cuando empecé a recorrer la capital estadounidense en la primavera de 2005, tenía ya la respuesta a ese interrogante: quienes la levantaron se esforzaron por imitar a los gremios de canteros medievales. Y el único clan que hoy se declara heredero de esos artesanos es el de los masones. Ya nadie duda –y menos después de la publicación de El símbolo perdido– que Washington fue erigida por los miembros de esa fraternidad. De hecho, antes de mudarse a su nueva ciudad su capital estuvo en Filadelfia, que literalmente significa “ciudad del amor a la hermandad”. Un nombre que ya subrayaba quiénes eran los verdaderos señores de la nación. Ahora bien, ¿por qué ese ostentoso interés en los zodiacos y no en otros símbolos propios, como el compás y la escuadra, por ejemplo?

La cuestión ha intrigado durante años a David Ovason, un astrólogo experto en simbolismo e Historia que ha escrito sobre Nostradamus o los eclipses en el mundo antiguo y que se quedó pasmado al descubrir lo que llamó “los zodiacos secretos” –más bien debió decir “inadvertidos”– de la capital de Occidente. “¿Es posible que esos zodiacos se hayan colocado donde están para recordar a los que dirigen los Estados Unidos que el Mundo Espiritual, simbolizado por la luz de las estrellas, nos rodea por todas partes y no se puede prescindir de él impunemente?”, se preguntaba en su monumental trabajo La arquitectura sagrada de Washington. A lo largo de las 600 páginas de su obra, Ovason concluye que esos zodiacos obedecen a la creencia de que una urbe orientada astrológicamente es un potente talismán para armonizarse con el Cosmos y dominar el mundo. Uno de los ejemplos más elocuentes se encuentra en los siete zodiacos que ilustran los muros y los suelos de la biblioteca del Congreso, que es tenida por el edificio público más bello de América. Su presencia allí se debe exclusivamente al interés del militar y masón Thomas Lincoln Casey, ayudante del astrónomo más célebre de su tiempo, Simon Newcomb, y, entre otros, responsable también de la erección del colosal obelisco de la ciudad. Ovason afirma que esta biblioteca, levantada justo detrás del Capitolio, es la piedra angular de un plan esotérico para infundir “vida espiritual” a la metrópolis y que por eso se eligió para colocar su primera piedra la fecha del 28 de agosto de 1890, momento en el que el Sol y Saturno estaban en conjunción armónica con el signo de Virgo. “Si hubieran esperado hasta el día siguiente”, dice Ovason, “la carta astral [del edificio] habría apuntado al desastre desde el punto de vista astrológico”.
Sorprende comprobar la importancia que Ovason concede a las fechas de colocación de las primeras piedras –o piedras angulares– de los principales edificios de Washington. Y aún más que sea una de ellas el eje sobre el que se levanta el argumento de El símbolo perdido de Brown. “En esencia –explica Ovason–, la ceremonia de la piedra angular estaba pensada no solo para obtener la aprobación de los seres espirituales, sino también para asegurar que estos aceptaran satisfechos que se trajera al mundo un edificio en el momento correcto”. Y añade: “Esta es una de las razones por las que los diseñadores de los rituales de la piedra angular tenían como práctica común examinar el momento de la ceremonia a la luz de la astrología”. Tras documentarse sobre las fechas de colocación de esas piedras, Ovason descubrió algo admirable: todas sus solemnes ceremonias de fundación se organizaron en relación con la constelación de Virgo. Por ejemplo, el día de la colocación de la primera piedra de los Archivos Nacionales, el 9 de septiembre de 1931, cuatro planetas transitaban por ese signo. Quizá por ello en la decoración de ese edificio abundan símbolos asociados a Virgo, como las gavillas de trigo. Otro caso elocuente es el del Departamento de Comercio. Su piedra angular se colocó el 10 de julio de 1929, con la Luna y Marte en Virgo. Los ejemplos son tan abundantes que solo una explicación “mágica” los justifica por completo: los masones que velaron durante doscientos años por la planificación de la ciudad estaban imitando la ancestral costumbre de egipcios y romanos de invocar la protección cósmica de la diosa madre. De Virgo. Y Ovason lo justifica afirmando que todo esto “tiene que ver con el hecho de que Washington D.C. se diseñó para crecer con las estrellas, reflejando un poder estelar muy potente y específico”. Incluso El símbolo perdido abunda en algo que refuerza esta tesis: Jefferson y George Washington eligieron el emplazamiento de su futura capital haciendo verdaderos esfuerzos por asemejarla a la antigua Roma. Sin ir más lejos, Roma era el nom- bre primitivo de la colina sobre la que se construyó el Capitolio y Tíber es el nombre del río que atravie- sa ambas ciudades; en el caso americano, un canal del Potomac. Pero aún más significativo resulta que Virgo sea una figura asimilada en el Occidente cristiano a la Virgen María y que los terrenos sobre los que se asienta la ciudad fueran tomados de dos territorios de nombre evocador: Virginia y Maryland –literalmente, Tierra de María.

En busca de la pirámide perdida

Sería un grave error juzgar a los padres de los Estados Unidos como supersticiosos o crédulos a la luz de estos datos. Eran personas de ideas religiosas, pero de una cultura vastísima marcada por las mitologías antiguas. Eso explica que no solo Roma estuviera en los ensueños del arquitecto Pierre Charles l’Enfant y sus sucesores. También lo estuvo Egipto. Y la búsqueda de esos ecos faraónicos –omnipresente, por otra parte, en la novela de Dan Brown– me ha tenido más que entretenido durante mis visitas a Washington. Cuando Franklin D. Roosevelt diseñó en 1935 el billete de un dólar y lo llenó de simbología masónica, decidió incluir en su reverso el llamado “Gran Sello” de la nación: una medalla en la que se muestra un águila coronada de estrellas y el lema “E pluribus unum”, así como una pirámide truncada coronada por un piramidión en el que se adivina el símbolo del “ojo que todo lo ve” egipcio. Durante algún tiempo se discutió si Franklin se había inspirado en algún edificio de la ciudad para dibujar su pirámide. Por eso no me extrañó que calara en Brown la idea de que Washington albergara una de esas “escaleras al cielo”. Ni tampoco que terminara convirtiendo la buscada pirámide masónica de en uno de los ejes de su obra. Yo mismo la busqué por toda la ciudad, encontrando solo una candidata plausible: la cubierta geométrica de la Casa del Templo, el cuartel general que los masones del Rito Escocés tienen en la calle 16. “Una pieza maestra cuya ornamentación simbólica rivaliza con la de la Capilla Rosslyn de Escocia”, escribe Brown sobre el lugar.
Por eso me faltó tiempo para dirigirme hacia allá. Me encontré con un recinto impresionante: una réplica más o menos imaginaria del desaparecido Templo de Halicarnaso, una de las siete maravillas del mundo antiguo, que señorea uno de los mejores barrios residenciales de la capital. Presidida por dos esfinges de piedra de diecisiete toneladas que representan la Sabiduría y el Poder, la finca de los masones impresiona. Su piedra angular se colocó el 18 de octubre de 1915 –25 años antes del diseño del dólar actual– y entonces el Gran Maestre ya consagró el edificio a Virgo esparciendo trigo por el suelo en nombre de la Justicia, el Derecho y la Verdad. Sin embargo, lo que no explicó a los invitados a la ceremonia fue por qué el techo de la sala principal de su templo era piramidal, por qué tenía trece escalones –como el monumento dibujado en el “Gran Sello”–, ni por qué terminaba en una plata- forma lisa, casi un altar de invocación, como este. No es gratuito que Brown sitúe en ese inmueble el inicio y el momento cumbre de su novela. De hecho, este autor, que se revela como un gran conocedor de los Antiguos Misterios y la Tradición esotérica, no es ajeno a la importancia que han tenido ese edificio y sus símbolos. Incluso las esfinges que flanquean el monumento fueron inscritas con jeroglíficos que aluden a la existencia de una pirámide, y parecen invitarnos a buscarla.
“La pirámide está en su [ilegible]”, dice uno de sus relieves, como si los masones quisieran mantener el misterio. No menos curioso resulta que ese elemento arquitectónico aparezca también en el mandil de Maestro Masón del Grado 33 del propio George Washington. O en numerosas monedas conmemorativas de sus “hermanos” americanos del siglo XVIII. En casi todas ellas las pirámides tienen trece hileras, como trece fueron las colonias originales de la Unión, las calles principales de la capital concebida por L’Enfant o las barras de la bandera del país. A ese respecto, por cierto, resulta especialmente reveladora una reflexión de Ovason. Según cuenta, la ciudad de Washington es la encarnación en piedra de la bandera nacional. “Las trece líneas aproximadamente rectas de las avenidas que L’Enfant planificó para la ciudad simbolizan las barras de la bandera nacional, extendidas para recibir la influencia de las estrellas. Por eso, añade, la capital se conectó con tanta minuciosidad a posiciones zodiacales. A estrellas, en definitiva. Ovason explica también que lo que pretendió L’Enfant –y los padres de la nación americana con él– fue seguir un viejo y oscuro camino de magia ceremonial. Uno pensado para invitar a los dioses estelares a participar en la vida y en las decisiones que se tomarían en Washington. “Estaban invitando a algún arquetipo o ser espiritual a dirigir el destino de la ciudad”. Ahí es nada. Toda una urbe para invocar al Más Allá. Con razón me gusta tanto.
Sorprende comprobar la importancia que Ovason concede a las fechas de colocación de las primeras piedras –o piedras angulares– de los principales edificios de Washington. Y aún más que sea una de ellas el eje sobre el que se levanta el argumento de El símbolo perdido de Brown. “En esencia –explica Ovason–, la ceremonia de la piedra angular estaba pensada no solo para obtener la aprobación de los seres espirituales, sino también para asegurar que estos aceptaran satisfechos que se trajera al mundo un edificio en el momento correcto”. Y añade: “Esta es una de las razones por las que los diseñadores de los rituales de la piedra angular tenían como práctica común examinar el momento de la ceremonia a la luz de la astrología”. Tras documentarse sobre las fechas de colocación de esas piedras, Ovason descubrió algo admirable: todas sus solemnes ceremonias de fundación se organizaron en relación con la constelación de Virgo. Por ejemplo, el día de la colocación de la primera piedra de los Archivos Nacionales, el 9 de septiembre de 1931, cuatro planetas transitaban por ese signo. Quizá por ello en la decoración de ese edificio abundan símbolos asociados a Virgo, como las gavillas de trigo. Otro caso elocuente es el del Departamento de Comercio. Su piedra angular se colocó el 10 de julio de 1929, con la Luna y Marte en Virgo. Los ejemplos son tan abundantes que solo una explicación “mágica” los justifica por completo: los masones que velaron durante doscientos años por la planificación de la ciudad estaban imitando la ancestral costumbre de egipcios y romanos de invocar la protección cósmica de la diosa madre. De Virgo. Y Ovason lo justifica afirmando que todo esto “tiene que ver con el hecho de que Washington D.C. se diseñó para crecer con las estrellas, reflejando un poder estelar muy potente y específico”. Incluso El símbolo perdido abunda en algo que re- fuerza esta tesis: Jefferson y George Washington eligieron el emplazamiento de su futura capital haciendo verdaderos esfuerzos por asemejarla a la antigua Roma. Sin ir más lejos, Roma era el nom- bre primitivo de la colina sobre la que se construyó el Capitolio y Tíber es el nombre del río que atravie- sa ambas ciudades; en el caso americano, un canal del Potomac. Pero aún más significativo resulta que Virgo sea una figura asimilada en el Occidente cristiano a la Virgen María y que los terrenos sobre los que se asienta la ciudad fueran tomados de dos territorios de nombre evocador: Virginia y Maryland –literalmente, Tierra de María.

Obelisco

Este monumento fue alzado para recordar al presidente Washington. Una antigua norma prohíbe construir en la ciudad edificios más altos que este, y en su cénit se conserva un piramidión dorado con una pequeña inscripción, clave en la novela de Brown.

Casa del templo

Ubicada en la calle 16, es la sede del Consejo Supremo Madre de los masones de rito escocés en Estados Unidos y se levantó a imitación del Mausoleo de Halicarnaso. La novela de Brown arranca y culmina entre sus muros.

Capitolio

Bajo su impresionante cúpula se esconde un fresco en el que George Washington está en su apoteosis, esto es, literalmente convirtiéndose en Dios. En sus inicios, esa cúpula protegía una estatua del primer presidente representado como Zeus.

Plaza de la libertad

Situada en el extremo oeste de la Avenida Pensilvania, al este de la Casa Blanca, en su pavimento se encuentra la reproducción de mayor tamaño del “Gran Sello” de los Estados Unidos, con su misteriosa pirámide de trece escalones. Es la única imagen oficial de este símbolo en toda la capital.

Memorial masónico

Cerca de la capital, en la ciudad de Alexandria, se levanta el George Washington Masonic Memorial, una impresionante torre de granito que imita al Faro de Alejandría y que contiene una impresionante biblioteca, museo y salas ceremoniales masónicas.

Uno de los elementos de Washington D.C. que más ha dado que hablar a los buscadores de misterios es el diseño geométrico de sus calles. Autores como Robert Cameron o Charles Westbrook han superpuesto el Árbol de la Vida de la Cábala sobre su plano y han encontrado interesantes concomitancias. Por ejemplo, la conexión entre el Capitolio y la primera sefirá (emanación divina), o la del obelisco con la sefirá de belleza. De estar en lo cierto, da la impresión de que la capital de Estados Unidos fue concebida como “templo” de una nueva religión. Una especie de “nueva Jerusalén” para un Nuevo Orden Mundial, que es justo en lo que se ha convertido finalmente.