Pocas veces hemos asistido a una campaña mediática tan intensa como la que se desplegó esta semana en torno del golpe militar del 24 de marzo de 1976. Los medios audiovisuales lanzaron, uno tras otro, programas especiales para recordar lo que sucedió hace treinta años. Era como si estuvieran en cadena, pero no en una cadena "simultánea" como la música que acompañaba a los golpes militares sino en una cadena "sucesiva" de emisiones destinadas a machacar la misma idea.
La recordación de la tragedia fue unilateral, ya que los crímenes de la guerrilla fueron ignorados. La campaña mediática, iniciada por el Presidente al declarar feriado nacional permanente e inamovible el 24 de marzo como si fuera un nuevo 9 de julio y completada por él mismo en su discurso del Colegio Militar, fue acompañada con convicción por el puñado de los ideólogos que lo rodean y con sospechoso entusiasmo por la vasta legión de los oportunistas de siempre.
Al penetrar la ideología setentista en las escuelas, donde se dictaron clases alusivas que apuntaban a la misma meta, a la campaña mediática pareció agregarse el intento de "lavar el cerebro" de la generación que nada recuerda porque no había nacido en 1976. Un intento en cierta forma desesperado porque esa generación vivirá, inevitablemente, su propia historia.
El comportamiento de los militares durante los años setenta fue monstruoso. Pero el horror militar fue la mitad de lo que pasó. Al callar la otra mitad del horror, desde el Estado se ha alentado la difusión de una media verdad sobre los años setenta. La media verdad, empero, es una de las formas más insidiosas de la mentira.
¿Qué deberían hacer entonces aquellos que recuerdan los dos horrores de los años setenta? Un camino posible es ponerse a contar la otra media verdad que ocultan los que ahora pretenden el monopolio de la memoria colectiva. Este camino es desaconsejable por dos razones. Primero, porque dedicarse a contar los crímenes de la guerrilla sería incurrir en una nueva deformación equiparable, aunque de signo contrario, a la que cometen los que hoy dominan la escena. Segundo, porque aun cuando la exhibición de esta otra media verdad completara la memoria integral de lo que pasó hace tres décadas, cabría discutir si clavar una segunda ancla en el pasado es lo que hoy necesitan los argentinos.
Los argentinos, que hemos asistido a las diversas proscripciones del antiperonismo, del peronismo, de la izquierda y de la derecha, ¿no estaríamos elaborando en tal caso una nueva proscripción más peligrosa aún que las anteriores, la proscripción del futuro?
Experiencias
Cuando un bando pretende imponer su media verdad sobre el pasado al otro bando, la guerra civil que los enfrentó continúa bajo una nueva forma. Las medias verdades se alternan así según sean los avatares de la vida política, pero una cosa es cierta: que la disputa inacabable entre los enemigos de ayer que continúan siéndolo hoy bloquea la visión de un futuro en común.
La historia abunda en ejemplos de este tipo. Mientras Franco procuró que su media verdad sobre la Guerra Civil española prevaleciera, España no tuvo ni concordia ni porvenir. Fue solamente cuando los hijos de los franquistas y de los rojos firmaron los pactos de la Moncloa en 1977 que España se puso a andar.
Del mismo modo, mientras Alemania se concentró en el amargo recuerdo de su derrota en la Primera Guerra Mundial y en la denuncia de la paz injusta de Versalles que los aliados le habían impuesto, no hizo otra cosa que alimentar el resentimiento que engendraría finalmente la monstruosa venganza de Adolfo Hitler. Pero fue al fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Francia y Alemania olvidaron los agravios de los siglos, que pudieron construir en común el futuro hasta ese momento inimaginable de la Unión Europea.
Cuando, dejando atrás la negra estela de la dictadura, la democracia chilena renacida en 1990 toleró retener por años a Pinochet como comandante en jefe y como senador vitalicio, confirmando además la herencia económica de su último ministro Hernán Büchi, Chile pudo salir en busca del desarrollo económico y social que hoy lo llama con benigna urgencia. Y entre nosotros, fue sólo cuando Urquiza proclamó que no habría "ni vencedores ni vencidos" después de derrotar a Rosas en Caseros, que unitarios y federales imaginaron ese futuro que las generaciones de la Organización Nacional y del Ochenta se encargarían de concretar.
En todos estos casos, las medias verdades de cada bando cedieron su lugar a una nueva visión integradora que, si de un lado consignó el recuerdo de sus sangrientas luchas a un pasado convertido en campo santo donde los muertos enterraban a sus muertos, por el otro pudo hacerlo porque el futuro, harto de frustraciones, se negó a ser otra vez proscrito.
La sal y la vida
Cuenta el Libro del Génesis en su capítulo 19 que Dios, al salvar a los miembros de la familia de Lot de la destrucción de Sodoma, les impuso como única condición que, alejándose de sus ruinas, no miraran atrás. Pero "la mujer de Lot miró atrás y se convirtió en una estatua de sal".
La sal simboliza en esta narración el intento de preservar el recuerdo del pasado contra la vida que el futuro exige. Como pueden verlo todavía hoy quienes pasean por esa vasta salina que es el mar Muerto a cuyas orillas habitaba Lot, todo en él sigue intacto como hace cuatro mil años. Todo, menos la vida.
Mientras naciones como España, Alemania y Chile siguen hoy su andar por el camino del desarrollo y la integración, nosotros corremos el riesgo de proscribir el futuro en nombre de un pasado insepulto. "Síndrome", dice el diccionario, es "el conjunto de síntomas característicos de una enfermedad". A treinta años del 24 de marzo de 1976, los argentinos todavía padecemos el síndrome de la mujer de Lot.
¿Quiénes, entonces, nos curarán? No, al parecer, la generación dividida en dos que sobrevivió a la guerra civil de los años setenta sin poder superarla. Sin embargo, cabe la esperanza. Para apuntalarla, parece sugestivo lo que pasó en nuestra madre España. Cuando los ex rojos y franquistas firmaron en 1977 los pactos de la Moncloa, habían transcurrido cuarenta años desde la guerra fratricida de 1936-1939 que les costó un millón de muertos. La generación que firmó la paz en los años setenta sólo tenía diez años, por lo visto, cuando sus padres se mataban.
Nuestra generación lleva sólo treinta años desde su propia matanza. ¿Habrá que esperar entonces otros diez años? Quizá la ley de obediencia debida que aprobó Alfonsín y los indultos que promovió Menem fracasaron por llegar demasiado temprano. En los setenta, la generación que ahora manda desde el apogeo de sus cincuenta años tenía veinte años. Pero los niños que entonces sólo tenían diez años y hoy están, con sus cuarenta años, al borde de su propia vigencia, no podrán rememorar lo que no vivieron por más que se los quiera adoctrinar. De aquí a pocos años, es a ellos a quienes pertenecerá la historia. No está prohibido pensar entonces que será de ellos que vendrá, con la reconciliación, una visión de ese futuro en el que ninguno de sus mayores se detiene a pensar. Habrán de ser ellos entonces quienes, levantando la proscripción del futuro que todavía nos agobia, redactarán su propia Moncloa.