i
Rate This
Esta entrada es la primera parte de algo que empezó como un intento de traducir el primer capítulo titulado “La ciudad de las siete colinas que porta la huella del cielo” del libro de Sercan Özgencil Yıldırım, Istanbul cradle of civilizations : collective memory, spatial continuities (2007).
Grabado impreso por Giovanni Andrea Vavassore. La fecha estimada de su primera impresión por Vavassore es 1520. Autor original del grabado desconocido.
Estambul es una de esas ciudades únicas, marcada por una geografía especial, una historia y un mundo de significación propio. Comprender la ciudad significa comprender la relación de estos factores entre sí, que se entrelazan a lo largo de su historia para dar lugar al tejido urbano que hoy conocemos. Por lo tanto, la clave para entender mejor su evolución está en el análisis de sus diferentes estratos históricos. Cuando Constantino la refunda en el siglo IV está pensando en Roma, la capital del imperio hasta entonces, como modelo. Para construir su nueva capital a imagen y semejanza de la occidental, toma los símbolos y ritos que se empleaban en la fundación de la ciudad romana y los traslada sobre el nuevo enclave, transformando así su Nova Roma en una alegoría del universo. En Estambul, la idea de la que se parte para su refundación es la de una ciudad con siete colinas convertida en un reflejo del firmamento en la tierra. Como podemos suponer, no se trata de llegar con el plano dibujado, marcar las murallas y empezar a urbanizar las calles. La naturaleza de cualquier lugar impone sus condiciones al proyecto y este esquema, que fue adaptado a las necesidades especiales que caracterizan a la geografía de la ciudad, todavía persiste en nuestros días. A lo largo de este texto podremos apreciar cómo esta idea va a influir continuamente tanto en la estructura espacial como en la imagen de la ciudad.
Remontándonos al siglo IV tenemos a un Imperio Romano convertido en una especie de empresa familiar de esas en las que hay unos que mandan y otros que están esperando su turno con impaciencia. Diocleciano había dividido el Imperio en dos, el de Oriente y el de Occidente, ambos gobernados por un régimen conocido como tetrarquía. Lo cierto es que no había sillones para tanto culo inquieto. No hubo que esperar demasiado para que apareciesen las luchas por el poder y el sistema degenerase en una guerra civil. Constantino I el Grande le dió las del pulpo al coemperador romano Licino (Flavio Galerio Valerio Liciniano Licinio) y pasa a ocupar el (ahora único, puesto que reunificó el imperio) lugar en el trono.
Constantino elige Bizancio como su centro administrativo en el Este. Y no es una decisión que tome a la ligera, puesto que Bizancio es el puente entre dos continentes, un caramelo estratégico que permite controlar el paso entre Europa y Asia y que también es el pasadizo entre el mar Negro y el Mediterráneo. Con su puerto natural y su ubicación dentro de la vitalidad del comercio mediterráneo, es proclive al desarrollo de actividades económicas, culturales y diplomáticas. Así lo entendió el emperador, que en el 324 traladó Roma, capital en ese momento del Imperio Romano, a Bizancio rebautizándola como la “Nueva Roma de Constantino” (Nea Roma Constantinopolis, conocida popularmente como Constantinópolis). Nueva Roma toma como modelo a Roma y su refundación se basará en los rituales -probablemente de origen etrusco- que acompañaban a la fundación de las nuevas ciudades romanas. Las obras para la nueva ciudad empezaron en el año 324 y tras seis años, el 11 de mayo del 330 Constantino consagró la ciudad, que contaba con unos 30.000 habitantes.
Moneda mandada acuñar por Constantino I para conmemorar la fundación de Constantinopla.
Para fundar una nueva ciudad los urbanistas romanos proyectaban el mapa celeste sobre la tierra: visto desde la Tierra, el Sol se mueve a lo largo del eje este-oeste y las estrellas a lo largo del eje norte-sur. Estos ejes, que se intersectan en ángulo recto fueron llevados al mapa de la ciudad. El eje este-oeste fue nombrado “Decumanus Maximus” y el eje norte-sur “Cardus Maximus” o “Cardo”. El punto de intersección de estos ejes se consideró el centro de la ciudad, su umbilicus. En este punto de intersección, se excavaba un pozo circular o mundus y en él se construían dos habitáculos para guardar las reliquias dedicadas a las deidades subterráneas. Luego esta cavidad se cubría con una piedra cuadrada y en ese mismo lugar se encendía un fuego de consagración. Así nació Constantinopla.
En este modelo cósmico de la ciudad los planificadores romanos organizaban todo el trazado de la misma a partir del mundus (ese centro privilegiado en donde se unificaba a las deidades subterráneas y a las deidades de la luz y el cielo). Mediante el orden geométrico trasladan un sistema de símbolos divinos a la ciudad misma y por esa razón en su punto clave, en el lugar de intersección del cardo y el decumanus, se abre el espacio más significativo que era representado por el foro romano. Después de tanta pompa para decidirse a marcar el centro, para el resto de la ciudad no vale echar colina abajo la yunta de bueyes con el arado y delimitar las murallas y las calles. El urbanismo romano definía claramente los elementos necesarios para la creación de una nueva ciudad, como son un emplazamiento adecuado, la orientación, la creación de los límites y las defensas o la subdivisión del territorio entre otros. Todos estos trabajos refuerzan su significado a través del ritual que los conecta a un modelo mágico de universo. Los símbolos divinos ocupan su lugar en el espacio urbano mediante la creación de su propia jerarquía dentro del orden geométrico.[1]
Planta de una ciudad resguardada de los vientos. Vitruvio Lib. I, Cap. 6.
Los signos empleados en la fundación de la ciudad romana eran representaciones del universo. Como tales, la ciudad en sí misma era un modelo del universo. Y si el universo pertenecía a los dioses, ¿a quién pertenecía la ciudad, un reflejo del cielo en la tierra?. Al estar situada sobre la tierra, la ciudad pertenecía al que mandaba sobre esta, al soberano. La ciudad se dedicaba al emperador, en este caso a Constantino. Un hecho comprensible, ya que por otro lado él estaba pagando la reforma y es de creer que no iba a conformarse con menos.
En la cosmología aristotélica, el modelo del universo era simbolizado por el número siete. Se creía que el número siete representaba a los siete planetas que constituían el universo, a saber: el sol, la luna y cinco planetas. Como Constantino creía en la sacralidad del número siete, “trajo a siete hombres nobles desde Roma hasta la nueva ciudad que fundó, construyó siete puertas en las nuevas murallas terrestres, colocó guardias armadas compuestas de siete destacamentos en el palacio y nombró la sala principal del palacio como “Hepta Lychnos”, que significa siete velas“. Además, en Nova Roma se iban a construir siete foros durante los primeros cien años de existencia de la ciudad, completándose de esta manera la estructura de la ciudad basada en el siete.
Como en la Antigua Roma (Occidental), debía haber siete colinas en la Nueva Roma (Oriental) y para ello los antiguos buscaron otras colinas que, en aquel tiempo, estaban fuera de las murallas de la ciudad (Dethier).
Cuando estos agrimensores tejan este esquema simbólico sobre el emplazamiento de la futura Estambul, veremos que su singular geografía da las posibilidades y al mismo tiempo impone las restricciones con las que se convertirá en uno de los elementos más representativos de la imagen de la ciudad.
Pero… ¿Hay realmente siete colinas en Estambul?
(En la segunda parte de la entrada las contaremos…)