Los historiadores romanos dejaron para la posteridad una colección de ardides de femme fatale tan apoteósicos que durante siglos se olvidaría que el papel de Cleopatra como reina de Egipto consistió en mucho más que seducir, sucesivamente, a Julio César y Marco Antonio.
Se ignoró que la suya fue una desesperada lucha por mantener la independencia de su país. Porque, aun herido de muerte a causa de sus ineptos antecesores en el trono, Egipto era el único baluarte del Mediterráneo que aún no estaba en manos romanas.
Sublevada
La entrada de Cleopatra VII en la historia se produce un día indeterminado de 51 a. C., a la muerte de Ptolomeo XII. En el nido de víboras que era el palacio real de Alejandría no resultaba extraño que un soberano fuera declarado muerto cuando aún estaba moribundo o, por el contrario, que se presentara al difunto como todavía vivo mientras se preparaba la sucesión.
Así pues, por la documentación conservada solo puede afirmarse que en algún momento del citado año murió su padre. Como era preceptivo, el sucesor, Ptolomeo XIII, se desposó con una de sus hermanas, en este caso Cleopatra VII, y ella pasó a ocupar el segundo lugar en la jerarquía egipcia.
Para una muchacha de 18 años, con una cultura e inteligencia que ensalzaron incluso los poco favorables cronistas romanos, no debía de resultar fácil ser la comparsa de un marido de apenas 11. Aproximadamente un año después de la entronización se sublevó contra Ptolomeo XIII. La jugada, al parecer, le salió mal, y tuvo que huir a Siria.
Desde allí reunió un contingente de mercenarios que en 48 a. C. se disponía a entrar por la fuerza en Egipto. La acción, sin embargo, quedó paralizada. Julio César aparecía en escena. Se alzaba el telón del drama que uniría los destinos de Roma y el valle del Nilo.
El episodio de la alfombra
Los romanos acababan de vivir una guerra civil entre los partidarios de Julio César y los de Pompeyo. Este salió derrotado y se refugió en Egipto. Hacia allí se encaminó César para rematar su faena y halló que en Alejandría los cortesanos de Ptolomeo XIII le ofrecían ya la cabeza decapitada de Pompeyo: evitaban así que cayera sobre ellos la ira de César por haber dado cobijo a su enemigo.
El romano no se mostró entusiasmado con el sangriento presente, según relataría él mismo, pero decidió quedarse en Alejandría para calibrar la riqueza de aquel país y encauzarlo hacia su órbita. Se propuso dirimir el conflicto entre la pareja real, pero topó con un problema: Cleopatra se hallaba acampada más allá de Pelusio, y las tropas de su hermano Ptolomeo XIII le impedían avanzar.
Y aquí llega el primer episodio que inmortalizaría a Cleopatra como la reina de las puestas en escena. Una noche atravesó las líneas enemigas y consiguió que un barquero la llevara hasta Alejandría. César estaba en sus aposentos cuando se le comunicó que había recibido un regalo: una alfombra. Cuando esta fue desenrollada, ante los ojos de aquel cincuentón apareció una jovencita de 20 años con el grado justo de desaliño. Era la mismísima Cleopatra.
La egipcia y el romano pasaron la noche juntos y probablemente entonces empezaron a ser amantes. Lo que es seguro es que el maduro César no cayó fulminado de inmediato ante los encantos de la reina: a la mañana siguiente llamó a Ptolomeo XIII y dictaminó que la situación volviera a su estado previo. Es decir, el joven se situaba de nuevo a la cabeza del Estado y Cleopatra quedaba relegada al segundo puesto en el escalafón.
Para altos funcionarios de Ptolomeo XIII la presencia de César se había vuelto incómoda. No solo les había impuesto otra vez –aunque en su justo segundo lugar– a Cleopatra, sino que les resultaba difícil discernir hasta qué punto se trataba de un simple mediador en pro de la estabilidad o del verdadero poder a la sombra de la pareja real.
El ministro Potino y el comandante Aquilas lo tenían claro: el intervencionismo de Roma estaba llegando demasiado lejos. Reunieron un ejército y se dispusieron a expulsar al romano. Estalló un conflicto fugaz, de cuatro meses, conocido como las guerras de Alejandría.
En primera línea
Los egipcios salieron derrotados y a César se le planteó un dilema: ¿convertía Egipto en provincia romana? Decidió que no. Aquel territorio estaba demasiado poblado y poseía demasiadas riquezas naturales para confiarlo a un gobernador, que podría envalentonarse contra la metrópolis romana. La mejor solución era que en Egipto todo pareciera seguir como siempre, aunque, eso sí: con una pareja real adepta a César.
Durante las guerras de Alejandría, Ptolomeo XIII había perecido ahogado mientras cruzaba el Nilo en una barca sobrecargada. Así que César buscó un nuevo marido para Cleopatra, otro hermano de esta, Ptolomeo XIV, de 13 años. Ahora, sin embargo, tal como atestiguan las inscripciones de la época, se situaba en primer lugar. Era, en definitiva, la auténtica reina de Egipto porque constituía la apuesta de Julio César.
En 46 a. C., Julio César regresó a Roma y mandó llamar a la pareja real egipcia. El motivo nunca ha estado claro: ¿quería demostrar a ojos de los romanos su poder sobre Egipto?, ¿estaba tan prendado de Cleopatra que no podía tenerla lejos? Ambas razones no eran excluyentes, pero la segunda gozó en su momento de mayor predicamento.
La presencia de la reina en Roma provocó todo tipo de habladurías acerca de su embrujo sobre el dictador, como la de que este planeaba trasladar la capital a Alejandría. Subrepticiamente, el mito de la reina devorahombres empezaba a echar raíces, y es que el escenario no podía resultar más idóneo: César, pese a estar casado con Calpurnia, no se molestó lo más mínimo en ocultar su relación con Cleopatra, desposada con su hermano, también presente en Roma.
A finales de 45 a. C. César hacía testamento y nombraba como hijo adoptivo y sucesor a Octavio. Roma suspiraba aliviada: César no había perdido totalmente la cabeza, Cleopatra no era más que su capricho oriental. Sin embargo, en el documento introdujo una extraña cláusula: designaba unos tutores para “el hijo que pudiera nacerle”.
¿Un hijo? ¿De quién? ¿De la estéril Calpurnia? Quizá se refería al retoño que sabía que estaba esperando Cleopatra, aunque los planes que pudiera tener para aquel nonato jamás llegó a escribirlos. Durante los idus de marzo de 44 a. C. César perecía asesinado en uno de los complots más famosos de todos los tiempos.
Muerto su protector, Cleopatra y su séquito abandonaron Roma. Según las últimas hipótesis, fue durante una escala en Grecia cuando dio a luz a Cesarión, el hijo de Julio César y la gran baza política de la reina. Aquel niño podía reclamar algún día los derechos de sucesión de su padre, aunque no sin enfrentarse a la ley romana, que prohibía heredar al hijo de una extranjera.
El pequeño abría a Cleopatra un escenario político más inmediato. Si Ptolomeo XIV fallecía, no precisaba de un nuevo marido para gobernar: podía nombrar rey a Cesarión y ambos erigirse como pareja real. La soberana no esperó a que su marido, de 15 años, muriera por causas naturales. La mayoría de los historiadores coinciden en que mandó asesinarlo.
Aparentemente, Cleopatra logró lidiar con una sucesión de sequías en su reino, pero era consciente de que el acecho de Roma no había terminado. Pronto llegaría su segundo intento de sobrevivir a la arrolladora influencia de la potencia occidental, esta vez por vía de un compañero de César, Marco Antonio.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 437 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.