En Octubre de 1954 crucé por primera vez el puerto de La Magdalena viajando con toda la familia en el autobús de Beltrán camino de Villablino, el nuevo destino de mi padre como responsable de la oficina de Correos. Cuando pregunté por los cilindros de piedra de sección menguante que bordean un lado de la carretera del puerto, me dijeron que eran para que los operarios de la máquina que quitaba la nieve supieran donde estaba la carretera en las grandes nevadas. Creí que me tomaban el pelo pues me costaba imaginar que la nieve pudiera alcanzar dos o tres metros de espesor. Tardaríamos pocas semanas en percatarnos de lo diferente que era el invierno montañés de los que habíamos vivido en la Roa de Duero mesetaria. Mucho más frío y, sobre todo, abundante nieve que nos acompañaba durante tres o cuatro meses cada invierno. Era frecuente encontrar por la mañana una capa de nieve en la calle de más de cuarenta centímetros que teníamos que apartar con la pala en la puerta de casa para poder salir a la calle, aunque nada que ver con lo que decían de los vecinos de Leitariegos que debían hacer túneles en la nieve para ir de una casa a otra. Las mayores nevadas sucedían cuando empezaba a nevar casi sin querer, con el aire en calma y unos copos que descendían bamboleándose sin prisa pero de manera sostenida y que paulatinamente iban aumentando de tamaño. Cuando esto sucedía, era un espectáculo ver por la noche desde la ventana la danza vacilante de los copos de nieve iluminados por la farola de la esquina del bloque de Pérez Vega. Cuando la nevada se producía el sábado por la noche, al asomarnos a la ventana a primera hora del domingo veíamos todo nevado y sin una sola huella en la nieve. Acostumbrábamos a ir temprano a misa por lo que casi siempre éramos los primeros en dejar la marca de nuestras botas en la nieve, que recuerdo me causaba una sensación como de estrenar algo. Pisaba con extremo cuidado para que las huellas se mantuvieran claras, intentando no desfigurarlas con la nieve que se arrastraba al posar o levantar el pie. Para llegar a la iglesia de San Miguel teníamos que atravesar La Veiga, un extenso campo de labor cruzado en su mitad por una senda de tierra que habíamos recorrido cientos de veces y creíamos poder seguir a ciegas. Pero en los días de nevada todo se desfiguraba, incluso las inmensas y negras escombreras desaparecían en un paisaje completamente blanco e inusitadamente en calma. Las desigualdades del terreno desaparecían bajo la capa ondulada de nieve, de forma que no quedaba ni rastro del camino de La Veiga y comprobábamos como nos salirnos de la archiconocida senda cada poco trecho. Caminábamos como ciegos, a plena luz del día, corrigiendo el rumbo cada poco apuntando hacia donde sabíamos que estaba el final del camino señalado por las primeras casas de San Miguel. El agua que durante el día escurría de la nieve que había en los tejados de pizarra, por la noche se helaba y formaba unos carámbanos de más de un metro y varios kilos de peso. Las mañanas soleadas los carámbanos goteaban dibujando en la nieve del suelo una línea recta formada por tantos hoyitos como carámbanos colgaban del techo. Tan pronto el sol ablandaba la nieve del tejado lo suficiente, resbalaba sobre las losas del tejado y caía al suelo en cascada con un estruendo que asustaba, sobre todo en nuestra calle que era como un desfiladero formado por nuestra casa y las de Esteban y Rouco. La avalancha arrastraba los carámbanos, convertidos en puñales de hielo, y formaba trincheras de nieve al lado de las paredes de las casas que no desaparecían hasta varias semanas después de la última nevada. Para no quedar sepultado o malherido por las avalanchas, había que estar atento al ruido que hacía la nieve cuando empezaba a deslizar en el tejado y buscar refugio en el portal o apartarse antes de que varios quintales de nieve alcanzaran el suelo o un carámbano te trepanase la sesera. No recuerdo que ni a mí ni a nadie de la familia nos pescara alguna de estas avalanchas. Sustos si, unos cuantos cada invierno. Terminadas las nevadas veía en el suelo losas de pizarra que habían acompañado a la nieve en su caída y no podía por menos que imaginar mi cabeza partida en dos mitades, cada una de ellas con media mueca y nariz de un solo agujero, como por efecto de la guillotina manejada por un loco. Esta visión macabra hacía que me cubriera la cabeza con el codo cuando corría a refugiarme de las avalanchas, por si las losas. Entre nevada y nevada me enteré de que los monolitos de piedra del puerto de La Magdalena eran tan altos porque debían asomar por encima de los «traves» que se formaban donde el aire amontonaba la nieve con varios metros de espesor. Tras varios días aislados por carretera de León, era todo un acontecimiento la llegada del autobús de Beltrán gracias a que la expaladora había conseguido despejar los «traves» y dejar el camino expedito. Nevada tras nevada nos acercábamos paulatinamente hacía la primavera, cuando podríamos olvidarnos de los puñales helados y losas asesinas que caían de lo alto y no estar pendientes del ruido en los tejados. Suena a tópico decir que antes las nevadas eran mayores que las de ahora, pero los monolitos de piedra del puerto parecen confirmar que antes nevaba mucho. Lo que yo tengo claro es que nunca he vuelto a ver nevar como hace cincuenta años en el valle de Laciana, ni copos tan majestuosos como los que veía flotar indecisos en un espectacular ballet al trasluz de la farola del otro lado de la calle.
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)
Imagen de cabecera tomada de: lasendaelnorte.blogspot.com. Foto de Leitariegos por gentileza de Luis Álvarez Pérez.