Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley. Forastero soy yo en la tierra; No encubras de mí tus mandamientos.
Salmos 119:18
Abre mis ojos…
Siempre deberíamos formular esta oración cuando abrimos la Palabra de Dios. A la “ley” y a los “profetas” que conforman el Antiguo Testamento se agregaron los evangelios y las enseñanzas del Nuevo Testamento, completando de esta manera las maravillas de la revelación divina. Sin embargo, esas maravillas serían desconocidas para nosotros si Dios mismo no nos abriera los ojos.
“Abre mis ojos”… La inteligencia humana puede ver en la Biblia un libro notable. Todo espíritu sincero reconoce el gran interés de los libros históricos, los elevados pensamientos de las partes poéticas y morales, la sublime belleza de la historia de Jesús y el poder de argumentación del apóstol Pablo. Pero conformarse con esto no sería de gran provecho. Los ojos abiertos son los ojos de la fe, los que descubren las maravillas divinas.
La Biblia no sólo es un documento acerca del hombre, un espejo de la humanidad más expresivo que ninguna otra obra literaria, sino que es la expresión del Dios que se manifiesta; y la creación es prueba de ello. Nos comunica sus pensamientos respecto al hombre, criatura privilegiada que se perdió alejándose de Dios. Pero Él quiso salvarla; por eso envió a su Hijo Jesucristo, quien dio su vida en la cruz. Por la Biblia Dios nos revela de sí mismo lo que las cosas creadas no pueden darnos a conocer, esto es, su santidad, su justicia y su gracia. También nos enseña que Él es luz y amor.
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