|
Por José Belaunde M.
Si conociéramos realmente a Dios, entonces sabríamos por experiencia cuánto podemos confiar en él. Conoceríamos a alguien en quien realmente sí podemos confiar a ciegas.
"¿Confías en Él?
Tener alguien en quien podemos realmente confiar nos da seguridad, pero ¡qué triste es cuando no se cuenta con nadie en quien poner nuestra confianza! Pero si conociéramos realmente a Dios, entonces sabríamos por experiencia cuánto podemos confiar en él. Conoceríamos a alguien en quien realmente sí podemos confiar a ciegas.
Uno de los errores más frecuentes que cometen los hombres, e incluso los que se dicen cristianos, es poner su confianza en otros seres humanos en vez de ponerla en Dios. Podemos decir, en general, que todos tenemos confianza en determinadas personas. Si no fuera así, la vida sería imposible, empezando por la vida familiar. Es imposible que exista convivencia humana sin que exista cierto grado de confianza entre las personas. Aunque nuestra confianza pueda ser cautelosa o limitada a ciertos aspectos, todos, de una u otra manera, confiamos en nuestros familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, jefes, empleados, etc.
Pero ¡cuántas veces hemos sido defraudados! ¡Cuántas veces la persona en quien más confiábamos comete un grave error que nos perjudica, o nos vuelve las espaldas cuando más la necesitamos! ¡O peor aún, nos traiciona!
No hay quien no haya pasado por este tipo de experiencias muy dolorosas y hasta traumáticas, cuando la persona que nos falla es precisamente la que más amamos.
Pero no deberíamos sorprendernos ni quejarnos de que eso ocurra porque es inevitable que las personas nos fallen. Es inevitable porque el ser humano es por naturaleza falible, limitado, sujeto a error, egoísta, desconsiderado. Tiene que ocurrir un día. Nos fallan porque nosotros también fallamos.
"
Dios dijo por boca del profeta Jeremías: «Maldito el varón que confía en el hombre y pone carne por su brazo» y añadió: «Bendito el varón que confía en el Señor» (Jr 17.5,7).
Sólo hay un ser que es en quien podemos confiar enteramente nuestros secretos sin temor de que los divulgue. Sólo hay un ser que no es limitado ni falible, que no puede cometer errores y que no es egoísta, sino, al contrario, absolutamente desinteresado y que, además, nos ama infinitamente. Ese ser es Dios.
El salmo 62.5 dice: «Alma mía, sólo en Dios reposa, porque Él es mi esperanza. Sólo Él es mi roca y mi salvación, mi refugio...» Y también dice: «Sólo en Dios se aquieta mi alma, porque de Él viene mi esperanza» (Sal 62. 1). Si hay alguien en quien puedo descansar y dormir tranquilo, es Dios (Sal 4.8).
Pero tendemos a poner nuestra confianza en seres humanos porque son ellos los que tenemos a nuestro lado, a quienes vemos, a quienes amamos. Muchos dicen: «A Dios no lo vemos, no sabemos donde está; ni siquiera sabemos si nos oye; y si lo hace, no sabemos si quiera hacernos caso.»
Dicen eso porque no conocen ni tratan a Dios y por eso no tienen la fe que deberían tener. «¿En dónde estará Dios? —se preguntan— ¿en qué confín del cielo?»
Hay tantas personas que se dicen cristianas —y quizá lo sean— que tienen una concepción de un Dios distante, quizá Creador todopoderoso y amante, pero que no interviene en los asuntos humanos, que no se mezcla en nuestros problemas. ¡Cuán equivocados están! ¡No conocen a Dios y por eso piensan así!
Generalmente nuestra confianza en las personas depende de cuánto las conocemos. Nadie confía en un desconocido. Sería una grave imprudencia. A medida que tratamos a la gente inconscientemente la juzgamos y evaluamos hasta qué punto podemos confiar en ellas. Adquirimos también cierta experiencia. Si hemos encargado a un empleado diversas tareas y responsabilidades y siempre las hace bien, terminará por convertirse en nuestro empleado de confianza. La confianza nace y crece con el uso. Y hasta cierto punto todos terminamos amando de alguna manera a las personas en quienes confiamos, aunque sean nuestros empleados, precisamente porque confiamos en ellas,. En la Biblia hay varios ejemplos: Eliécer, siervo de Abraham (Gn 24); el centurión que amaba a su siervo (Lc 7.2).
Tener alguien en quien podemos realmente confiar nos da seguridad, y ¡qué triste es cuando no se cuenta con nadie en quien poner nuestra confianza! Pero si conociéramos a Dios, si realmente lo conociéramos, entonces sabríamos por experiencia cuánto podemos confiar en él. Conoceríamos a alguien en quien realmente sí podemos confiar a ciegas.
Mucha gente piensa que Dios no se ocupa de nuestros asuntos particulares, que está demasiado lejos o es demasiado grande para ocuparse de nuestras pequeñeces. Pero Jesús nos asegura que ningún cabello de nuestra cabeza perecerá (Lc 21.18). Si, hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mt 10.30), él está enterado de todo lo que nos sucede.
Jesús dijo «¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo ninguno de ellos cae a tierra sin nuestro Padre» (Mt 10.29). Eso quiere decir que Dios está enterado de todo lo que ocurre en la tierra, aun de lo que consideraríamos pequeñeces.
Quizá alguno objete: ¿Cómo puede Dios estar al corriente de todo lo que ocurre en el mundo? Pues sí puede y no lo juzguemos utilizando los parámetros de nuestra mente limitada.
Dios tiene una mente infinita, no se cansa, ni se adormece, dice su Palabra (Sal 121.3–4). Él no duerme ni se aburre así que puede poner su atención simultáneamente en un número infinito de detalles porque tiene una atención infinita.
Para él somos en verdad únicos e irremplazables. Por eso dice su Palabra en Isaías: «¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque ella olvide yo nunca me olvidaré de ti» (Is 49.15).
Naturalmente para nosotros eso es inimaginable, inconcebible. El rey David hablando de cómo Dios conoce nuestras palabras aun antes de que se formen en nuestra boca, escribió: «Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí. Alto es, no lo puedo comprender» (Sal 139.6).
El problema es que no estamos acostumbrados a tratar a Dios, no lo conocemos y por eso no confiamos en él. Nadie confía en quien no conoce. ¡Ah, si le conociéramos! Jesús le dijo a la samaritana: «Si conocieras con quién estás hablando» (Jn 4.10). ¡En verdad, si le conociéramos confiaríamos en él ciegamente!
El salmo 146 dice. «No confiéis en príncipes (esto es, en hombres importantes), ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Apenas exhala su espíritu, vuelve a la tierra y ese mismo día perecen sus pensamientos» (Sal 146.3–4).
Supongamos que ponemos nuestra confianza en una persona, en su apoyo, conocimiento, consejo, influencia, y dinero. De repente un día muere y ya no está ahí. Todo su conocimiento, todo su influencia, todo su poder, todas sus intenciones de ayudarnos, se las tragó la tierra, desaparecieron. Ya no puede hacer nada por nosotros.
Pero Dios nunca desaparece, nunca nos falta, siempre está ahí.
Hay tres razones por las cuales podemos confiar en Dios sin límites:
Dios todo lo puede, para él no hay nada imposible (Lc 1.37). Dios todo lo sabe y sabe mejor que nosotros mismos qué es lo que más nos conviene. Dios nos ama con amor infinito y por encima de todo quiere nuestro bien.
Si Dios pues quiere nuestro bien, sabe cómo hacerlo y puede hacer todo lo que quiere ¿cómo no confiar en Él?
Hay un salmo que expresa el grado de confianza que podemos tener en él: «Encomienda al Señor tu camino, confía en Él y Él obrará» (Sal 37.5). Si hoy día puedo vivir sin apremios, a pesar de que nunca tomé previsiones para el futuro, es porque puse mi futuro en sus manos: «Confía en el Señor y haz el bien; y habitarás la tierra y te apacentarás de la verdad» (vers. 3). ¡Cuánta verdad hay en esas palabras!
Esto no significa que no debemos confiar en nadie ni apoyarnos en nadie. La vida sería imposible si no pudiéramos contar con las personas ya que Dios las ha puesto ahí para ayudarnos y nosotros, a su vez, las ayudemos. Pero ¿en quién confiamos primero? ¿En quién confiamos más? ¿En Dios o en el hombre?
Si sobreviene de improviso un problema serio que nos angustia,¿a quién llamo? ¿A mi abogado?¿A mi amigo? ¿A mi tío que tiene mucha influencia?
Confiar en Dios te dará serenidad en el peligro.¡Jesús! es un grito que ha salvado a muchos del peligro o situaciones difíciles. Ten su nombre bendito a la mano. ¿Y cómo lo tendrás a la mano si no lo tienes en el corazón? Si conociéramos a Dios, sabríamos cuánto podemos confiar en Él en cualquier circunstancia. Pero ¿cómo le conoceremos si no le hablamos? ¿Cómo le conoceremos si no tratamos con él? ¿Si no leemos su Palabra?
Cuando le hablemos como a un amigo, empezamos poco a poco a conocerlo, y aprendemos a escucharlo. Él nos habla siempre, el problema es que no reconocemos su voz entre las muchas voces que nos hablan. Él no habla necesariamente con palabras audibles pero sentimos en nuestro corazón sus respuestas y aprendemos a distinguir su voz.
Jesús dijo que sus ovejas conocen su voz y le siguen. Si tú eres una de sus ovejas ¿has aprendido ya a reconocer su voz? Y si no lo eres, conviértete en una de ellas para que conozcas su voz y aprendas a reconocerla cuando te hable. Dios nos habla más a menudo de lo que imaginamos.
Dios siempre vive en nuestra presencia porque nos tiene siempre presentes y nos está mirando. Nunca desaparecemos de su vista. Devolvámosle de vez en cuando la cortesía. Levantemos de vez en cuando nuestra mirada hacia él. Quizá nuestra mirada se cruce con la suya y nuestros ojos se hablen.
| | | | | | | | | | | | | | |