En la antigua China había quienes ejercían un oficio curioso: los hacedores de adivinanzas.
Andaban por los caminos, recorriendo cada pueblo, y su habilidad consistía en elaborar acertijos ingeniosos, difíciles de resolver, que invitaban, para poder hallar la respuesta, a ampliar la conciencia de quien tomara el desafío.
Algunas personas, al cruzarse con ellos, gustaban de probar su propia inteligencia por unas monedas: si acertaban en la respuesta, esas monedas eran su ganancia, y si no lo lograban, las monedas eran para el hacedor de acertijos.
Ahora bien: se dice que esos tejedores de adivinanzas, aunque vivían de ello, siempre se sentían más felices cuando perdían, pues les era de mayor valor haber sido captados por el otro, toparse con quien pudiera comprender la complejidad planteada, que el mero hecho de ganarse unas monedas.
Así somos todos: sentir que podemos llegar al otro, ser captados sin tener que traducirnos a nosotros mismos, es una bendición. Y lo contrario, una profunda pena.
El poeta Ignacio Anzoátegui decía:
“Tengo dos silencios: uno, cuando callo; el otro, cuando hablo y no llego”.
Esa tristeza se acentúa cuando ese a quien no llegamos es un ser querido, y más aún cuando vemos que a todas luces está tomando decisiones en su vida que generadoras, a corto o a largo plazo, de daño, de dolor.
(Es cierto: no es fácil saber qué es bueno para la vida de un otro, aunque a veces el daño que se hace esté demasiado a la vista: uno ignora cuáles son las leyes que rigen el destino de evolución de esa persona, pues escapan a nuestro entendimiento.)
El punto es que, cuando haga falta, sí podrás donar tu sangre para transfundirla a quien la necesite, pero hay algo que nunca podrás hacer: una transfusión de experiencia, corazón a corazón.
Y sobre todo te será imposible donarla a quien no tenga ningún interés en recibir esa donación. (Cada uno de nosotros hemos sido alguna vez igual de necios ante otros que quisieron abrirnos los ojos... ¿verdad?)
Claro, es penoso. Y no importa cuántas herramientas tengas, cuánto otros sí valoren lo que puedas darles: quizás en alguna ocasión a tu más querido prójimo no te sea posible llegar.
¿Qué hacer? A veces insistir de otra manera, pero otras, simplemente correrse, dejar que el otro haga su propia experiencia.
Hay un antiguo refrán africano que lo expresa de modo magistral:
“Se puede llevar el buey hasta el río, mas no se le puede obligar a beber”.
Lo que sí siempre se puede hacer es aprovechar la ocasión para mirarse por dentro, conocer partes nuestras que sin esa situación quizás nunca habríamos visto.
Y si el otro realmente es digno de nuestro amor, sostenerlo desde ese amor, aún en el desacuerdo.
Aquí va un texto de una bella película:
“Nada es para siempre" (dirigida por Robert Redford), que hoy te queremos convidar: