En 1894, un partido de béisbol se caldeó literalmente cuando un jugador del equipo visitante de los Orioles
de Baltimore empezó una pelea con el jugador de tercera base de los Medias Rojas de Boston. Pronto la pelea
se hizo más grande cuando ambos equipos pisaron el campo de juego, y los aficionados salieron a raudales de
las gradas para unirse a la pelea. Durante este furor incontrolado, alguien inició un fuego en el estadio, y todo el
recinto y 170 edificaciones fueron consumidas, ¡todo por la ira de un solo hombre! Aunque este ejemplo es
extremo, es una ilustración apropiada de la destrucción que puede acompañar al enojo desenfrenado.
El enojo es importante para Dios porque arruina vidas, destruye matrimonios, afecta a los hijos, aparta a los
amigos, y crea desunión en las iglesias. El enojo y el resentimiento pueden cobrar un precio terrible:
(1) en nosotros, (2) en nuestras relaciones con los demás, y (3) en nuestra comunión con Dios. A menos que
nuestras respuestas estén bajo la autoridad del Señor y dirigidas por su Palabra, nos hacemos
vulnerables a grandes daños.
LAS CONSECUENCIAS DEL ENOJO
A nosotros mismos: Deforma el carácter. El enojo llega a lo más íntimo de nuestro ser con su veneno.
En vez de experimentar la paz y el gozo de Cristo, nos llenamos de ansiedad y frustración. Un
espíritu crítico y condenatorio lleva a menospreciar a los demás con palabras duras. La hostilidad
nos vuelve polémicos, y hace que nos ofendamos con facilidad por cuestiones sin importancia. Las amenazas
o los insultos imaginarios echan raíces y crean respuestas desproporcionadas a la situación.
Afecta al cuerpo. Dios no diseñó nuestros cuerpos para vivir con rabia permanente. Ésta hace estragos en
nuestro organismo, e incluso puede ocasionar males fatales como ataques cardíacos y derrames cerebrales.
Nos haría bien preguntarnos. ¿Vale la pena morir por mantener este resentimiento?
A otros: Daña las relaciones. Nuestra ira no es solo nuestro problema; siempre afecta a los demás y, trágicamente,
las personas más cercanas a nosotros son las que más sufren. El resentimiento latente crea barreras de silenciosa
hostilidad. Y un episodio explosivo de ira puede causar mucho daño emocional, o a veces hasta daño físico.
Es contagioso. Proverbios 22.24, 25 nos dice: “No te entremetas con el iracundo, ni te acompañes con el hombre
de enojos, no sea que aprendas sus maneras, y tomes lazo para tu alma”. Nuestra rabia y nuestro resentimiento
afectan a aquellos con quienes trabajamos y vivimos, pero son especialmente contagiosos a nuestros hijos. Ellos
desarrollan actitudes y patrones de conducta similares a los que aprenden de nosotros.
A Dios: Levanta una barrera entre nosotros y el Señor. La consecuencia más trágica de la ira es la ruptura de la
comunión con Dios. Usted no puede estar bien con Él si está enojado y guarda resentimiento contra alguien
(Mt 5.21-24). En realidad, entristecemos su corazón cuando decidimos aferrarnos a nuestra hostilidad en vez de a Él.
Pone trabas a su trabajo y limita sus bendiciones. El Señor tiene grandes planes para nuestras vidas,
pero cuando nos aferramos a la animosidad, no podemos escuchar su voz ni tener acceso a su poder para
obedecer. Por consiguiente, nos volvemos estériles y terminamos perdiendo las bendiciones de
caminar en su voluntad.
CÓMO MANEJAR EL ENOJO
Durante toda la vida enfrentamos situaciones que desencadenan este sentimiento.
La cuestión no es si vamos a sentir enojo, sino si lo manejaremos de una manera
que honre a Dios. A veces, nuestra indignación es una respuesta adecuada a la
injusticia o al maltrato de otros, pero por lo general tiene sus raíces en nuestro
propio interés personal. Tal vez alguien nos insultó, rechazó o irritó. O quizás
la razón de nuestro malestar es una situación frustrante. Seamos sinceros:
la mayor parte de nuestra agitación interna es el resultado de no lograr nuestro
propósito. Cuando los demás no cooperan con nuestros planes o no aprecian
nuestros esfuerzos, o cuando las cosas no salen como nosotros
queremos, sentimos cómo aumenta este sentimiento.