¿Qué puedes decir de ti mismo? ¿Qué respondes cuando alguien te pregunta quién eres? ¿Con qué palabras te describes? ¿Qué puedes decir de ti mismo?
Muchas
veces nos toca presentarnos ante un grupo de desconocidos: nuevos
compañeros de trabajo o de estudio, grupo de padres de la escuela de
nuestros hijos, compañeros circunstanciales de una excursión turística,
las situaciones son diversas.
Normalmente no tenemos problemas
en introducirnos, decimos nuestros nombres, tal vez profesiones y
seleccionando las palabras que mejor nos hagan quedar, nos presentamos
ante aquellos desconocidos que concentran su atención en nosotros. A
veces es un poco incómodo, pero tan pronto como terminemos, las miradas
se desviarán rápidamente hacia el próximo del grupo y volveremos a ser
espectadores.
¿Pero quiénes somos realmente? ¿Quién
es somos más allá de nuestros nombres propios y de las tareas que nos
ocupan? ¿Quiénes somos en esencia? Si debiéramos definirnos en función
de la razón de nuestra existencia, ¿quién diríamos que somos?
“Este
es el testimonio de Juan, cuando las autoridades judías enviaron desde
Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle a Juan quién era él. Le
dijeron: -¿Quién eres, pues? Tenemos que llevar una respuesta a los que
nos enviaron. ¿Qué nos puedes decir de ti mismo? Juan les contestó: -Yo
soy una voz que grita en el desierto: 'Abran un camino derecho para el
Señor'…” (Juan 1:19 y 1:22-23)
Juan sabía perfectamente quién era. Podía definirse de manera sencilla y sin preámbulos, sin palabras que lo adornaran.
No
le ocupó el hablar de su ascendencia, hijo del sacerdote Zacarías y de
Isabel, descendiente de Aarón, podría haberse dado a conocer como tal,
ubicando a sus interlocutores para que supieran que no se encontraban
frente a un
judío cualquiera. Tampoco mencionó su nombre, ni puso un título a su
ministerio.
La esencia de su existencia en una frase simple: “Yo soy una voz que grita en el desierto…” Toda
su vida y todo su ser se reducía a una sola cosa: ser la voz, el
mensajero, que prepararía el camino para la llegada del Señor Jesús.
No
importaban ni su pasado, ni su procedencia, ni sus gustos o deseos, ni
sus planes para el futuro. Toda su sustancia se concentraba y se reducía
a ser aquello que Dios desde la eternidad había reservado para él. En
esta conciencia de su razón de ser es que reside la eficacia de su
misión y se pone de manifiesto el grado de entrega a su llamado.
¿Qué
respondes hoy tú a esta pregunta? ¿Qué puedes decir de ti mismo?
¿Puedes definirte en función de aquello que Dios pensó desde el
principio para ti? Y si logras saber quién eres, ¿resuena tu voz fuerte
en el desierto?
No puedo imaginar a un Juan que no supiera contestar, o
a un Juan que sabiendo quién era, no quisiera gritar su mensaje: 'Abran un camino derecho para el Señor', ¡simplemente no sería Juan!
Si
este Juan hubiera decidido callar, no abrir su boca, la fidelidad de
Dios habría dispuesto que otro tomara su lugar, pero, ¿que habría sido
de este Juan? A lo que vino, a eso no lo hubiera podido hacer, y para lo
que fue creado, eso no habría sido. Su vida no hubiera sido más que un
triste y vano transcurrir.
Si aún no conoces que es lo que Dios
pensó para ti, no dejes de buscar la respuesta, pues en ella encontrarás
el verdadero sentido de tu vida y la verdadera razón de tu existencia.
"Ustedes
son la sal de este mundo. Pero si la sal deja de estar salada, ¿cómo
podrá recobrar su sabor? Ya no sirve para nada, así que se la tira a la
calle y la gente la pisotea.” (Mateo 5:13)
Equipo de colaboradores del Portal de la Iglesia Latina www.iglesialatina.org EricaE
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