EL PAPA TRADICIONALMENTE, EN LOS PRIMEROS DÍAS DE
NOVIEMBRE, TRAS LA CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS, CELEBRA UNA
MISA POR LOS OBISPOS FALLECIDOS EN EL ÚLTIMO AÑO. LA HOMILÍA NOS PUEDE
SERVIR PARA RECLEXIONAR SOBRE EL MISTERIO DE LA MUERTE Y SOBR ELA
ESPERANZA CRISTIANA, BIEN ENTENDIDA, SOBRE LA NUEVA VIDA QUE DIOS NOS
DA. COMPARTO CON USTEDES UNA PARTE DE LA HOMILÍA:
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“¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!”. Las palabras del Salmo 122, que hemos cantado hace poco,
nos indican a elevar la mirada del corazón hacia la “casa del Señor”, hacia el Cielo donde está misteriosamente reunida,
en la visión beatífica de Dios, la multitud de todos los santos, que la liturgia nos ha hecho contemplar hace algunos días.
A la solemnidad de los Santos ha seguido la conmemoración de todos los Fieles difuntos. Estas dos celebraciones vividas
en un profundo clima de fe y de oración, nos ayudan a percibir mejor el misterio de la Iglesia en su totalidad y a
comprender cada vez más que la vida debe ser una espera siempre vigilante, una peregrinación hacia la vida eterna,
cumplimiento último que da sentido y plenitud a nuestro camino terreno.
A las puertas de la Jerusalén celeste “ya están puestos nuestros pies” (v. 2).
[...] Pensemos en ellos en la comunión, real y misteriosa, que nos une a nosotros, peregrinos en la tierra, a cuantos nos ha
precedido en el más allá, seguros de que la
muerte no rompe los vínculos de fraternidad espiritual sellados por los
Sacramentos del Bautismo y del Orden.
[...] Sobre la Mesa eucarística, banquete nupcial de la Nueva Alianza, Cristo, Cordero pascual, se hace nuestro alimento,
destruye la muerte y nos da su vida, la vida sin fin. Hermanos y hermanas, permanezcamos también nosotros despiertos y vigilantes:
que los encuentre así “el amo cuando vuelve de las bodas, llegando en medio de la noche o antes del alba” (cfr Lc 12,38).
¡También nosotros, entonces, como los siervos del Evangelio, seremos bienaventurados!
"Las almas de los justos están en las manos de Dios” (Sb 3,1). La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría,
habla de justos perseguidos, condenados injustamente a muerte. Pero aunque si su puerte – subraya el Autor sagrado –
sucede en circunstancias humillantes y dolorosas tales que parecen una desgracia, en verdad para quienes tienen fe no es así:
“ellos están en la paz” y, aun si sufrieron
castigos a los ojos de los hombres, “su esperanza está llena de
inmortalidad" (vv. 3-4).
Es doloroso el alejamiento de los seres queridos, el acontecimiento de la muerte es un enigma lleno de inquietud,
pero, para los creyentes, venga como venga, está siempre iluminado por la “esperanza de la inmortalidad”.
La fe nos sostiene en estos momentos humanamente llenos de tristeza y de malestar: “A tus hijos la vida no
ha sido quitada, sino transformada – recuerda la liturgia –; y mientras se destruye la morada de este exilio terreno,
se prepara una morada en el Cielo” (Prefacio de difuntos).
Queridos hermanos y hermanas, sabemos bien y lo experimentamos en nuestro camino, que no faltan dificultades y problemas
en esta vida, hay situaciones de sufrimiento y dolor, momentos difíciles que comprender y aceptar. Todo esto sin embargo
adquiere valor y significado si se
considera en la perspectiva de la eternidad. Cada prueba, de hecho,
acogida con paciencia perseverante y ofrecida por el Reino de Dios,
viene en nuestra ayuda espiritual ya aquí abajo, y sobre todo en la
vida futura,
en el Cielo. En este mundo estamos de paso, purificados en el crisol como el oro, afirma la Sagrada Escritura (cfr Sb 3,6).
Misteriosamente asociados a la pasión de Cristo, podemos hacer de nuestra existencia una ofrenda agradable al Señor,
un sacrificio voluntario de amor.
En el Salmo responsorial y después en la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Pedro, encontramos
como un eco a las palabras del libro de la Sabiduría. Mientras el Salmo 122, retomando el canto de los peregrinos
que suben a la Ciudad santa y tras un largo camino llegan, llenos de alegría, a sus puertas, nos proyecta en el clima
de fiesta del Paraíso, san Pedro nos exhorta, durante la peregrinación terrena, a tener viva en el corazón la perspectiva
de la esperanza, de una “esperanza viva” (1,3). Frente al inevitable disolverse de la escena de este mundo – anota –
se nos ha dado la promesa de una “heredad que no se corrompe, no se mancha y no se marchita” (v. 4), porque Dios nos
ha regenerado, en su gran misericordia, “mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1,3).
Este es el motivo por el que debemos estar “colmados de alegría”, aunque estemos afligidos por varias penas.
Si, de hecho, perseveramos en el bien, nuestra fe, purificada por muchas pruebas, resplandecerá un día en todo su fulgor
y volverá en alabanza, gloria y honor nuestro cuando Jesús se manifieste en su gloria. Aquí está la razón de nuestra esperanza,
que ya aquí nos hace exultar “de gloria indecible y gloriosa”, mientras estamos en camino hacia la meta de nuestra fe:
la salvación de las almas (cfr vv. 6-8).
Queridos hermanos y hermanas, con estos sentimientos queremos confiar a la Divina Misericordia a estos cardenales, arzobispos
y obispos, junto con los que hemos
trabajado en la viña del Señor. Definitivamente liberados de lo que
queda en ellos de fragilidad
humana, los acoja en Padre celeste en su Reino eterno y les conceda el premio prometido a los servidores buenos y fieles del
Evangelio. Que les acompañe, son su solicitud maternal, la Virgen Santa, y les abra las puertas del Paraíso.
Que la Virgen María nos ayude también a nosotros, aún caminantes por la tierra, a mantener fija la mirada hacia la patria
que nos espera; nos anime a estar preparados “ceñidos vuestros lomos y con las lámparas encendidas”
para acoger al Señor cuando “llegue y llame” (Lc 12,35-36). A cualquier hora y en cualquier momento. ¡Amen!"
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