Un cuchillo de fuego me abrasa la memoria, vestido voy de sangre, mi canto es mi gemido, levantan su cabeza los muertos de la historia, y envidian que yo sea, mientras ellos ya han sido.
No sé si lo que vivo sea de oro o de barro, si es de agua o de vinagre la copa de que bebo, si pródigo me otorgo o amargo me desgarro, pero sé que estoy vivo, y cuanto alcanzo, pruebo.
Brevería Nº 1161
Ellas
Me han pasado los siglos, pero hay tiempo para vivir de nuevo lo vivido; yo sé que estuve allí, no lo he soñado; tan diferente fui, y a un tiempo el mismo; la vida fue una sucesión de antorchas en transmisión de fuego inextinguido. Nunca jurisdicción tuvo la muerte sobre mis trashumancias o designios. A través de períodos, países, y trayectorias, reincidí en el ciclo transcendental de incendio y persistencia, viví y amé, y hoy sigo amando y vivo.
Estuve en Babilonia. Semíramis, tan bella en su atavío de transparentes tules, transitando los Jardines Colgantes, estallido de primavera anclada en el desierto, y el deseo hasta el grito, con fondo de dulzainas, chirimías, y cítaras, y címbalos. Me amó y la amé entre pétalos fragantes, al aire libre, hasta quedar dormidos.
Luego en Alejandría, Cleopatra. Nada de amor, tan sólo sexo y vino, en la presencia del esclavo ciego lentamente ondeando el abanico; las columnas, testigos enigmáticos, voceando en silencio jeroglíficos, y contra el muro, nuestras propias sombras, como un inmenso, impúdico papiro, proyectadas por lámparas de aceite que colgaran del techo por un hilo de humo negruzco. Sobre la amplia estera aprendí movimientos y equilibrios, descubrí sensaciones olvidadas, escuché ronroneos y bramidos, que parecían nuevos, ya uno por uno, o todos al unísono. Luego, al partir, sobre mi piel llevaba roce, sudor, y espasmos, sólo instinto.
En Micenas, Helena era la novia de todos los argivos. Troya era todavía una ciudad distante, sin peligro. Llegué una tarde pálida de otoño; el sol, muy bajo ya, pero encendido en los bloques ciclópeos de la Puerta de los Leones, era un regocijo de luz, dorando la porosa, tallada superficie de granito. Nunca fue el adulterio tan hermoso, tan arrebatador, tan atrevido. Por tal mujer más tarde se embarcaron vastos ejércitos en mil navíos, y lucharon diez años ante Troya; pero mi breve encuentro clandestino, convulso y blando, agotador y quedo, mutua conquista fue, laurel recíproco.
Era Roma un burdel cosmopolita, de la alta sociedad del Palatino a las bajas chabolas junto al Tibre; se tildó al mismo César de haber sido el marido de todas las mujeres, y la mujer de todos los maridos. Mesalina, tan bella como impúdica, lanzaba a las rameras desafíos, y su triunfo, ninfómana, en las noches de orgía y bacanal, era inequívoco. Fui al palacio; nobleza, centuriones, senadores, tratantes… El recinto rezumaba sudor, semen, establo, y aceite de las lámparas. Un río de sexo atravesaba el aposento, cadena de hombres en fluir continuo. Llegó mi turno, elemental, escueto, sin arrullos ni mimos, una pieza en la máquina, un impulso animal, y acto cumplido. Insaciable mujer, uno tras otro, no era un torneo sólo, era un capricho, una avidez sin límite, y una necesidad, un laberinto del que nunca buscara la salida, mujer toda ansiedad, sólo orificio. Fui un número, no más, un breve instante en ella, en mí, temática de olvido.
En Verona redoblan las campanas, como cada domingo. Mas no hay iglesia que una entre sus muros a Capuletos y Montescos. Himnos de amor y paz resuenan en las naves, en sordo, inútil, árido ejercicio. En el bélico entorno, una pareja de adolescentes, poco más que niños, se han enfrentado a normas, tradiciones, discordias familiares y prejuicios. Julieta es un retoño de muchacha no en plena floración, pero el suspiro ya le aflora a los labios, y es consciente de su metamorfosis del sentido. El olor del incienso, placentero, el sermón prolongado y aburrido, tantos ojos flotando entre los bancos como impartiendo avisos. Y vi los de Julieta, grandes, oscuros, y ella vio los míos. Un tanto de rubor, al retirarlos, y un tanto de osadía, al dirigírmelos. Al fin salí, me dirigí a su casa, y esperé en el portal. Mezcla de frío y de calor me sacudía el cuerpo, con el alma colgándome de un hilo. Ella llegó, su dueña se entretuvo en la calle, por no sé qué motivo, y le besé los labios. No se opuso, sonrió levemente…Fue tan limpio, tan espontáneo, tan inagotable que aún siento sus temblores, y sonrío.
Y tantas otras más, las ya olvidadas, sin marcas distintivas, sin vestigios, y aquéllas que han dejado tenue huella en mi fondo más íntimo, y las que, cada día, persistentes, me muerden el recuerdo, como grito o relámpago hundiéndose en la noche, y entonces sé que todavía vivo.
Me han pasado los siglos, pero hay tiempo para vivir de nuevo lo vivido.