Érase una vez una gota de agua que había nacido en lo más alto de una montaña. Era sólida y poseía brillo y transparencia; el sol la hacia brillar mucho.
En una ocasión, sintió que el mar la llamaba. Experimentó dentro de sí la emoción de sentirse líquida y rodar hacia el arroyo; entonces, obedeciendo el llamado del mar, fue apresurada alegre y transparente. La velocidad del cauce del arroyo le encantaba, los paisajes que descubría la llenaban de admiración, ¡qué maravilla debe ser el mar! Pensaba...
La gota todo lo alegraba con su presencia: las riberas florecían a su paso, los bosques reverdecían y hasta los pájaros cantaban, y ella hacia el mar corría limpia y sencilla. Pero, un día, se cansó de caminar.
El cauce del arroyo cada vez le parecía más estrecho y denso. Al pasar por la represa de un molino en el que divisó horizontes de tierra, le encantó, y en tierra quiso convertirse. Aprovechando el desagüe de una sequía, se salió de la corriente y se estacionó.
Inesperadamente se sintió prisionera de la tierra, convertida en un charco sucio, mal oliente y tibio: repugnantes animalitos crecieron en su seno y el sol dejó de reflejarse en ella.
Una tarde, un peregrino pasó cerca de ella. Se detuvo ante el charco y dijo al ver la gota detenida: “Pobre agua, ibas al mar y te quedaste en el charco”.
Le dio pena y se inclinó hacia ella; la tomó como pudo entre sus manos para volverla al riachuelo, mientras le decía: “Recobra tu vocación de mar”.
¿No somos muchas veces como esa gota de agua? ¿Sentimos que el mar nos llama? ¿Soñamos con ir, con ser mar? ¿Dónde? ¿En qué? ¿Con quién preferimos quedarnos? ¿Por qué? ¿Qué es para ti recobrar la vocación de mar? Si tú fueras el peregrino…