El
Cierto guerrero recibía una medalla por cada batalla ganada. Los amigos admiraban su valor y las mujeres adoraban su carisma.
Al cabo de algunos años, las medallas eran tantas que cubrían todo su uniforme. Un día, en mitad de un duro combate, el guerrero casi fue alcanzado por la espada de su enemigo.
¨Siempre he sido el mejor y hoy he estado a punto de perder¨, pensó. Pero en seguida percibió su problema: el peso de las medallas no le dejaban luchar con agilidad. Arrojó al suelo su capa, volvió al campo de batalla y derrotó a los enemigos.
¨La victoria me puede dar confianza, pero no debe convertirse en una carga¨, fue su reflexión final.
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