De todas las historias que me narraba mi abuela Mamá Sofía en aquellos lánguidos atardeceres invernales, hay una que se sobrepone a las demás, una que yo la rememoro con mayor nostalgia. Era una historia melancólica de un joven extranjero al que llamaban O Roxo, que quiere decir El Rubio.
Contaba la historia, que antiguamente, antes de que le pusieran nombre al Camino de Santiago, gentes que provenían de las tierras del frío, de la región que llaman La Bretaña y de las Islas de Norte, en ocasiones llegaban caminando hasta nuestra aldea camino del Cabo de Roncudo, para culminar una peregrinación en busca de su liberación personal, al llamado punto o centro mágico de las culturas celtas. Seguían un sendero sagrado escrito en los cielos de la noche.
Eran penitentes o jóvenes que se iniciaban en la vida sacerdotal de la religión de los druidas.
Aquellos muchachos, ayudándose en su caminar solamente con un tosco cayado, tras interminables y agotadoras jornadas de marcha llegaban extenuados al extremo del cabo, allí, siguiendo un ritual hermético, después de arrojar al mar sus escasas pertenencias, se desnudaban y se bañaban al abrigo de los golpes de mar en la pequeña cala de Gralleiras, purificando su cuerpo en las frías aguas del Mar Océano.
Según contaban los más viejos, los peregrinos subsistían tan sólo de la caridad y la misericordia de los lugareños, a su regreso, como testigo de haber conseguido la anhelada meta, portaban colgada de su mísero manto una concha marina.
Eran, según contaban, gentes pobres y honestas que hablaban una lengua desconocida en la aldea, gentes temerosas de su Dios y nunca provocaban pendencias con los aldeanos.
Uno de aquellos muchachos llamase O Roxo, cuentan que este joven, allá en su tierra natal estaba al servicio, como paje, de un gran señor feudal, una especie de príncipe del lugar. Era un mozo valiente y profesaba una lealtad inquebrantable a su soberano, dominaba el arte de la lucha con la espada y demostraba una maña envidiable en la caza con el tiro con arco.
Montaba a caballo con la soltura de un centauro y era atrevido y astuto para las batidas y el ojeo de la caza.
Su señor, desde que el joven fuera niño, sentía una gran simpatía por aquel muchacho sencillo de carácter abierto y alegre. Lo mantenía a su lado como su escudero más leal.
Admirado de su arrojo y el dominio del arte de cabalgar, cuando su hija se hizo moza nombró al O Roxo como preceptor de su joven hija para que se encargara de enseñarla a montar a caballo con desenvoltura y estilo.