Era yo un niño cuando me enamoré por primera vez. Aquella rapaza llamada Flora creo que fue mi primer gran amor. Debía de ser tres o cuatro años mayor que yo. Era rubia y muy alegre. Era guapa y lo sabía. En el verano su rostro se veía invadido de diminutas pequillas que daban a su cara una pincelada de inocencia. Casi todos los chicos mayores de las aldeas del contorno andaban tras ella, mis amigos aunque eran mucho más jóvenes que Flora, también estaban encandilados con su atractivo. Creo que mis amigos sólo la admiraban por el éxito que causaba entre los jóvenes de su misma edad y por el perverso deseo lascivo que despertaba entre ellos; mis sentimientos eran diferentes, yo la adoraba de un modo sublime, tal como imagino se debe adorar a una criatura vestal.
Para mí, era la mujer soñada. Simbolizaba a aquellas hadas vírgenes de las leyendas que me contaban mi abuela. Recuerdo ahora con nostalgia cómo dejaba volar libre mi imaginación mientras mirando al mar soñaba con ella, o cuántas veces, tracé a escondidas un corazón con su nombre en la arena de la playa, viendo cómo las olas jugueteando con su ir y venir lo borraban una y otra vez.
Todo en ella me parecía hermoso, su gracia al caminar, la elegancia con la que gesticulaba, los largos dedos de sus manos, pero sobre todo me atraía su figura vista desde atrás, aquellas largas piernas, el garbo con el que mecía de sus recios glúteos, su menguada cintura y su alargado y elegante cuello.
En primavera y verano, cuando los días se alargaban, mi abuela me permitía bajar al pueblo después de cenar y acudir al paseo.
Entonces mi única ilusión era verla desde lejos paseando junto a sus amigas. Nunca hablé con ella, sólo con mirarla me ruborizaba. Cuando la presentía cercana me cambiaba la voz, mi verbo perdía su fluidez y mis palabras surgían confusas; en aquellas ocasiones no atendía a la conversación de mis amigos y una y otra vez mi mirada se extraviaba buscando su figura entre el gentío.
Cuántas veces soñé despierto, pensando en cómo me gustaría estar todo un día, con su noche incluida, admirándola en silencio, acariciando con las yemas de mis dedos la sedosa piel de su rostro, verla adormecida arrullándose en mi regazo, sentir su respiración profunda, oír sus suspiros mientras durmiera, descubrirla al despertar despeinada y ojerosa, percibir su primer olor al alba. Luego cuando despertaba de mis entonaciones y percibía lo quimérico de mis anhelos, me animaba especulando con un mañana reluciente en el que la providencia hiciera que mis sueños se convirtieran en realidad.
Pero a todo sueño le llega la hora de la vigilia, a este le llegó un atardecer de verano, era un día de bochorno, el viento que iba surgiendo desde la mar, anunciaba la esperada galerna. Estabamos pescando un grupo de chicos sentados en el borde del muelle, cuando uno de mis amigos llegó con la trágica noticia, entre susurros nos reveló el último cascabillo, se había enterado que Flora estaba preñada.
Cuando lo oí un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Flora, mi idolatrada Flora mancillada. No comenté nada. Estremecido escuché en silencio. Cada comentario jocoso que murmuraban mis amigos entre risas, yo lo sufría como una puñalada. Mi mente se sacudía con locura, un cúmulo de pensamientos me asaltaban. No comprendía nada, una mujer tan tierna como ella, cómo podía haber cometido tamaña equivocación.
El padre de la criatura que esperaba, decían que era Bruno, el hijo de Rita da Paxairiña. Bruno no era una buena persona, tenía fama de pendenciero y no le gustaba el trabajo. De él se murmuraba en la aldea que no respetaba a su madre, según decían, en más de una ocasión le había propina buenas tundas para obligarla a que le diera dinero. Era guapo, muy alto y fuerte, rubio y con ojos azules.
Quiso el destino que en aquellos instantes de desasosiego nos alcanzara la galerna y comenzara a llover, aproveché la ocasión para recoger mi aparejo y abandonar a mis amigos.
Camino de mi casa, bajo la lluvia, lloré de rabia. No podía comprender cómo aquella mujer que yo había idealizado, equiparándola con una hada virgen, pudiera haberse prostituido con tan despreciable individuo.
Me sentí herido de muerte y con toda mi alma desee la muerte de ella, pensé que si no era mía, mejor que no fuera de nadie. Los celos me mortificaban, cogí un palo y lo golpeé con saña contra un árbol. Creí que el mundo se agrietaba bajo mis pies y me precipitaba a los infiernos, en aquellos momentos no encontraba sentido a la vida.
Lloré amargamente durante un buen rato, aún recuerdo cómo babeaba y cómo mis mocos colgaban de mi nariz mezclándose con las lágrimas derramadas y el agua de la lluvia que iba empapando mi rostro.
Cuando llegué a casa, debía tener el rostro demacrado. Mi abuela corrió hacia mí asustada. Ella no sabía lo que me ocurría pero por la imagen que le transmitía, debió temer que algo horrendo me hubiera acaecido.
Azorada, una y otra vez, me imploraba que le contara lo que me había sucedido. Yo amparado en mi infantil tozudez me mantenía en el más absoluto silencio.
Por fin, tras largos y fallidos intentos logró arrancarme la revelación del hecho que me angustiaba. En aquel momento de impotencia habló mi rabia y proferí palabras que incomodaron a mi abuela. Manifesté lleno de ira mi deseo de ver muerta a aquella joven sino era mía.
Mi abuela cerró sus ojos con dolor. Mamá Sofía no sufría por mi pérdida, sino por mi reacción pusilánime. Nunca había visto a mi abuela tan enojada, por un momento pensé que podría propinarme un bofetón. Ella jamás me había pegado. Fui consciente de mi error y reaccioné a tiempo, antes de que ella perdiera el control y sinceramente arrepentido, le pedí perdón por la estupidez que había proferido.
Aquella noche mi abuela Mamá Sofía me habló por primera vez del amor. Me dijo que si de verdad amara a alguien, tendría que encontrarme dichoso viendo que la persona amada se sintiera feliz.
El amor es generosidad, no posesión, me explicó que nunca debemos enamorarnos por los ojos. Un cuerpo sólo es un cascarón efímero de piel y pelo, más o menos hermoso; es la envoltura exterior de una criatura; tampoco debemos enamorarnos con el corazón, el amor, el verdadero amor debe surgir desde la cabeza, debe ser un ejercicio de libre voluntad.
Me dijo que hay muchas personas que, igual que me había ocurrido a mí con aquella rapaza a la que ni tan siquiera conocía realmente, se enamoran de un cuerpo sólo por su hermosura, otras lo hace desde el corazón y anhelan torpemente una vida perdurable en pareja por amor, sin embargo, lo acertado, me explicó, es enamorarse con la cabeza, prendarse de otro ser y emparejarse para amar, no por amor. Amar es querer querer, y sólo queriendo querer al otro, se consigue amarlo.
Me dijo que recordara siempre aquello que me había enseñado el día de mi iniciación. Saber es recordar y nunca debes olvidar aquellas tres herramientas alegóricas del cantero, el metro que simbolizaba la mesura; el cincel que encarna la constancia necesaria para alcanzar las metas propuestas; y el mazo, representación de la fuerza de la voluntad.
Aquellas herramientas que debía emplear para poder dar una forma armoniosa a la piedra bruta que todos los humanos representamos, a nuestro yo interior, pero que de nada me serviría si no utilizaba aquel sillar perfecto para encajarlo junto a otros sillares similares y poder construir el gran edificio de la Humanidad.