Soñé que arribabas a mis contornos y percibí que traías las manos desnudas de equipaje y, aunque te ofrendé la más radiante bienvenida, como sólo en ensueños puede darse, al instante comprendí que no acudías para quedarte.
Te presentí a la deriva, como un velero que navega entre dos mares y no acierta a qué corriente otorgarse. Te llamé, mi voz hasta ti llegó tenue, en las alas del aire, y tú me miraste con el dolor en los ojos y la renuncia en la sangre.
No auguré qué supremo motivo impedía a tu cuerpo hasta el mío allegarse y aunque elevé con donosura mis manos, anhelando a las tuyas prodigarme, allá permaneciste inmóvil y ni siquiera en sueños saboreé el delirio de amarte.
“Y es que hay amores tan intrínsecos que ni en sueños se avienen a declararse”.