 LA SEPULTURA DEL CUERPO DE JESúS
— Señales que siguieron a la muerte de Nuestro Señor. La lanzada. El descendimiento.
— Preparación para la sepultura. Valentía y generosidad de Nicodemo y José de Arimatea.
— Los Apóstoles junto a la Virgen.
I.
Después de tres horas de agonía Jesús ha muerto. Los Evangelistas
narran que el cielo se oscureció mientra el Señor estuvo pendiente de
la cruz, y ocurrieron sucesos extraordinarios, pues era el Hijo de Dios
quien moría. El velo del templo se rasgó de arriba abajo1, significando
que con la muerte de Cristo había caducado el culto de la Antigua
Alianza2; ahora, el culto agradable a Dios se tributa a través de la
Humanidad de Cristo, que es Sacerdote y Víctima.
La tarde del
viernes avanzaba y era necesario retirar los cuerpos; no podían quedar
allí el sábado. Antes que luciera la primera estrella en el firmamento
debían estar enterrados. Como era la Parasceve (el día de la
preparación de la Pascua), para que no quedaran los cuerpos en la cruz,
pues aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que
les quebraran las piernas y los quitasen3. Este envió unos soldados que
quebraron las piernas de los ladrones, para que murieran más
rápidamente. Jesús ya estaba muerto, pero uno de los soldados le abrió
el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua4. Este
suceso, además del hecho histórico que presenció San Juan, tiene un
profundo significado. San Agustín y la tradición cristiana ven brotar
los sacramentos y la misma Iglesia del costado abierto de Jesús: “Allí
se abría la puerta de la vida, de donde manaron los sacramentos de la
Iglesia, sin los cuales no se entra en la verdadera vida...”5. La
Iglesia “crece visiblemente por el poder de Dios. Su comienzo y
crecimiento están simbolizados en la sangre y el agua que manaron del
costado abierto de Cristo crucificado”6. La muerte de Cristo significó
la vida sobrenatural que recibimos a través de la Iglesia.
Esta
herida, que llega al corazón y lo traspasa, es una herida de
superabundancia de amor que se añade a las otras. Es una manera de
expresar lo que ninguna palabra puede ya decir. María comprende y
sufre, como Corredentora. Su Hijo ya no la pudo sentir, Ella sí. Y así
se acaba de cumplir hasta el final la profecía de Simeón: una espada
traspasará tu alma7.
Bajaron a Cristo de la cruz con cariño y
veneración, y lo depositaron con todo cuidado en brazos de su Madre.
Aunque su Cuerpo es una pura llaga, su rostro está sereno y lleno de
majestad. Miremos despacio y con piedad a Jesús, como le miraría la
Virgen Santísima. No solo nos ha rescatado del pecado y de la muerte,
sino que nos ha enseñado a cumplir la voluntad de Dios por encima de
todos los planes propios, a vivir desprendidos de todo, a saber
perdonar cuando el que ofende ni siquiera se arrepiente, a saber
disculpar a los demás, a ser apóstoles hasta el momento de la muerte, a
sufrir sin quejas estériles, a querer a los hombres aunque se esté
padeciendo por culpa de ellos... “No estorbes la obra del Paráclito:
únete a Cristo, para purificarte, y siente, con Él, los insultos, y los
salivazos, y los bofetones..., y las espinas, y el peso de la
muerte..., y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte
en desamparo...
“Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor
hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón”8. Allí encontraremos
la paz. Dice San Buenaventura, hablando de ese vivir místicamente
dentro de las llagas de Cristo: “¡Oh, qué buena cosa es estar con
Jesucristo crucificado! Quiero hacer en Él tres moradas: una, en los
pies; otra, en las manos, y otra perpetua en su precioso costado. Aquí
quiero sosegar y descansar, y dormir y orar. Aquí hablaré a su corazón
y me ha de conceder todo cuanto le pidiere. ¡Oh, muy amables llagas de
nuestro piadoso Redentor! (...). En ellas vivo, y de sus manjares me
sustento”9.
Miramos a Jesús despacio y, en la intimidad de
nuestro corazón, le decimos: ¡Oh buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus
llagas, escóndeme. Nos permitas que me aparte de Ti. Del maligno
enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a
Ti, para que con tus Santos te alabe. Por los siglos de los siglos”10.
II.
José de Arimatea, discípulo de Jesús, hombre rico, influyente en el
Sanedrín, que ha permanecido en el anonimato cuando el Señor es
aclamado por toda Palestina, se presenta a Pilato para hacerse cargo
del Cuerpo del Señor. Se dispone a pedirle “la más grande demanda que
jamás se ha hecho: el Cuerpo de Jesús, el Hijo de Dios, el tesoro de la
Iglesia, su riqueza, su enseñanza y ejemplo, su consuelo, el Pan con
que debía alimentarse hasta la vida eterna. José, en aquel momento,
representaba con su petición el deseo de todos los hombres, de toda la
Iglesia, que necesitaba de Él para mantenerse viva eternamente”11.
También
en estos momentos de desconcierto, cuando los discípulos, excepto Juan,
han huido, hace su aparición otro discípulo de gran relieve social, que
tampoco ha estado presente en las horas de triunfo. Llegó Nicodemo, el
mismo que había venido a Él de noche, trayendo una mezcla de mirra y
áloe, como de cien libras12.
¡Cómo agradecería la Virgen la
ayuda de estos dos hombres: su generosidad, su valentía, su piedad!
¡Cómo se lo agradecemos también nosotros!
El pequeño grupo que,
junto a la Virgen y a las mujeres de las que hace especial mención el
Evangelio, se hicieron cargo de dar sepultura al Cuerpo de Jesús,
tienen poco tiempo a causa de la fiesta del día siguiente, que
comenzaba al atardecer de ese día. Lavaron el Cuerpo con extremada
piedad, lo perfumaron (la cantidad de perfumes que trajo Nicodemo era
muy grande: como cien libras), lo envolvieron en un lienzo nuevo que
compró José13 y lo depositaron en un sepulcro excavado en la roca, que
era del propio José y que no había sido utilizado para ningún otro
cuerpo14. Cubrieron su cabeza con un sudario15.
¡Cómo envidiamos
a José de Arimatea y a Nicodemo! ¡Cómo nos gustaría haber estado
presentes para cuidar con inmensa piedad del Cuerpo del Señor!: “Yo
subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver
de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis
desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de
mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie
me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
“Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., serviam!, os serviré, Señor”16.
No
debemos olvidar un solo día que en nuestros sagrarios está Jesús
¡vivo!, pero tan indefenso como en la Cruz, o como después en el
Sepulcro. Cristo se entrega a su Iglesia y a cada cristiano para que el
fuego de nuestro amor lo cuide y lo atienda lo mejor que podamos, y
para que nuestra vida limpia lo envuelva como aquel lienzo que compró
José. Pero además de esas manifestaciones de nuestro amor, debe haber
otras que quizá exijan parte de nuestro dinero, de nuestro tiempo, de
nuestro esfuerzo: José de Arimatea y Nicodemo no escatimaron esas otras
muestras de amor.
III. El Cuerpo de Jesús yacía en el sepulcro.
El mundo ha quedado a oscuras. María era la única luz encendida sobre
la tierra. “La Madre del Señor –mi Madre– y las mujeres que han seguido
al Maestro desde Galilea, después de observar todo atentamente, se
marchan también. Cae la noche.
“Ahora ha pasado todo. Se ha
cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque
Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.
“Empti enim estis pretio magno! (1 Cor 6, 20), tú y yo hemos sido comprados a gran precio.
“Hemos
de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la
mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el
Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a
todas las almas.
“Dar la vida por los demás. Solo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él”17.
No
sabemos dónde estaban los Apóstoles aquella tarde, mientras dan
sepultura al Cuerpo del Señor. Andarían perdidos, desorientados y
confusos, sin rumbo fijo, llenos de tristeza.
Si el domingo ya
se les ve de nuevo unidos18 es porque el sábado, quizá la misma tarde
del viernes, han acudido a la Virgen. Ella protegió con su fe, su
esperanza y su amor a esta naciente Iglesia, débil y asustada. Así
nació la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre. Ya desde el principio fue
Consoladora de los afligidos, de quienes estaban en apuros. Este
sábado, en el que todos cumplieron el descanso festivo según manda la
ley19, no fue para Nuestra Señora un día triste: su Hijo ha dejado de
sufrir. Ella aguarda serenamente el momento de la Resurrección; por eso
no acompañará a las santas mujeres a embalsamar el Cuerpo muerto de
Jesús.
Siempre, pero de modo particular si alguna vez hemos
dejado a Cristo y nos encontramos desorientados y perdidos por haber
abandonado el sacrificio y la Cruz como los Apóstoles, debemos acudir
enseguida a esa luz continuamente encendida en nuestra vida que es la
Virgen Santísima. Ella nos devolverá la esperanza. “Nuestra Señora es
descanso para los que trabajan, consuelo de los que lloran, medicina
para los enfermos, puerto para los que maltrata la tempestad, perdón
para los pecadores, dulce alivio de los tristes, socorro de los que la
imploran”20. Junto a Ella nos disponemos a vivir la inmensa alegría de
la Resurrección.
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