Así serán nuestros cuerpos cuando seamos resucitados al final del tiempo y al comienzo de la eternidad: refulgentes, porque en ese momento maravilloso seremos transformados (Flp. 3,17 - 4,1)
¿De dónde sabemos cómo seremos al ser resucitados? Por boca de tres de los Apóstoles de Jesús: Pedro, Santiago y Juan. Ellos fueron los testigos de un milagro maravilloso: la Transfiguración del Señor. Ese milagro fue preludio de la Resurrección de Cristo y es a la vez anuncio de nuestra propia resurrección.
Nos cuenta el Evangelio (Lc. 9, 28-36) que Jesús se llevó a esos tres discípulos al Monte Tabor. Allí se puso a orar y, estando en oración, sucedió ese milagro de su gloria: “su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y fulgurantes”. Se entreabre -por así decirlo- la cortina del Cielo y se nos muestra algo del esplendor de la gloria divina, de la cual conocemos por el testimonio de los allí presentes.
![Transfiguración del Señor](http://www.buenanueva.net/imageArt2010/transfig.jpg)
Transfiguración de Jesús en el monte Tabor, con Moisés y Elías,
No fue sin motivo que Jesús los invitó a subir con El al monte. Días antes les había hecho el anuncio de su próximo juicio, Pasión, Muerte y posterior Resurrección. Era necesario, entonces, reforzar la fe de sus más allegados, mostrándoles el fulgor y el poder de su gloria. Era necesario reforzar la fe en la próxima Resurrección de Cristo y la fe en nuestra futura resurrección.
Ciertamente, seremos resucitados. Pero para ser así transformados, el camino es el mismo de Cristo: primero la cruz y luego la resurrección. Calvario y Tabor van juntos. Rostro herido y desfigurado por la Pasión, y rostro refulgente en la Transfiguración. Cuerpo ensangrentado y desangrado en la Cruz, y cuerpo cuya luz traspasa las vestiduras en la Transfiguración, haciéndolas de un blanco indescriptible.
Este impresionante episodio en la vida de los Apóstoles termina -nada menos- que con la intervención de Dios Padre. Nos dice el Evangelio que “se formó una nube que los cubrió y ellos al verse envueltos por la nube, se llenaron de miedo”, que no es propiamente “miedo”, sino ese temor reverencial ante la presencia de Dios que sobrecoge. Es la misma nube que en otros pasajes de la Escritura (cfr. Ex. 19 y 1 Re. 8, 10) a la vez descubre y oculta la presencia majestuosa y omnipotente del Padre. Y sólo se oyó su voz: “Este es mi Hijo, mi escogido. Escúchenlo”.
Y escuchar a Cristo es seguirlo a El en todo. Sea en el Calvario y en el Tabor. Sea en las penas y en las alegrías. Sea en los triunfos y en los fracasos. Sea en lo fácil y en lo difícil. Sea en lo agradable y lo desagradable. Sea en los aciertos y en los errores cometidos. Todo, menos el pecado, es Voluntad de Dios. Todo está enmarcado dentro de sus planes. Y sus planes están dirigidos a nuestro máximo bien que es nuestra salvación y futura resurrección.
El día de nuestra resurrección, los seres humanos seremos transformados con el poder renovador de Dios, glorificados por su gloria, iluminados por su luz ... Es decir, transfigurados, de la misma manera como Jesús se mostró a los tres Apóstoles .
Pero, el Papa Juan Pablo II nos decía lo siguiente: “Si la transfiguración del cuerpo ocurrirá al final de los tiempos con la resurrección de la carne, la del corazón tiene lugar ya ahora en esta tierra, con la ayuda de la gracia” (JP II, 14-3-2001).
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