Desde entonces, durante las últimas cuatro generaciones,
de padres a hijos, siempre nos ha gustado transmitir la
historia de nuestro tatarabuelo.
El viejo Seguei había nacido al sur de la ribera oriental del
Volga, cerca de la región del Caúcaso. Como sus padres,
y los padres de sus padres, y aún incluso los padres de
éstos, el viejo Serguei había dedicado su vida a
transformar la madera.
Como ya habréis imaginado, era carpintero. Fabricaba
desde muebles a hermosos juguetes, caballos de
cartón y móviles, pasando por silbatos tallados y
hasta instrumentos musicales. Cada semana, nuestro
tatarabuelo, salía a recoger la madera necesaria
para sus jornadas de trabajo. La seleccionaba de
forma precisa, y de una sola ojeada, sabía para qué
podría ser utilizada. Aquella noche había caído una abundante
nevada. Sin embargo, cuando los primeros rayos
perezosos de sol comenzaron a despertar, y pese al frío
que helaba hasta el aliento, Seguei salió de la
cabaña y recorrió lentamente el camino hacía el bosque.
El suelo y las hojas de los árboles aparecían completamente
pintados por la inmaculada nevada y aún incluso los
rayos del sol, que empezaban a despuntar, reflejaban
y le deslumbraban con su luz blanquecina.
Serguei recorrió un largo camino y no encontró
más que pequeños maderos y tronchones que, como
mucho le servirían para azuzar la estufa de la casa. Aquel
no parecía que fuera a ser un día productivo porque
los empleados de los grandes aserraderos no habían
dejado ningún tronco olvidado o podrido.
De pronto, en un claro del bosque, el viejo Serguei se
fijó en un montón de nieve que sobresalía en el llano.
Se acercó pensando que se trataría de un animal
agazapado y al agacharse vió el más hermoso de los
troncos que nunca antes había recogido. La madera,
blanquecina, parecía brillar bajo los primeros rayos
y del grueso del tronco surgía un halo de vida, casi tan
intenso como el de los oseznos al nacer.
Continuará....