La Jerusalén antigua, la del tiempo de Cristo, está dividida en la actualidad en cuatro barrios: Judío, árabe, cristiano y armenio. Los tres primeros quedan especialmente marcados por edificaciones-símbolos: El Muro de las lamentaciones para los judíos, el Santo Sepulcro para los cristianos y para los árabes las mezquitas de Omar y Al-Aksa.
Hace un año, por estas fechas recorrí reiteradamente estos barrios de Jerusalén, con alguien más de El Mundo de Vainica y en el marco de una peregrinación inolvidable.
Recuerdo hoy en particular una escena imborrable; me refiero al Muro de las Lamentaciones, principal santuario judío. Había visto esta escena muchas veces, pero en imágenes; en directo es algo distinto. Y me suscita hoy este recuerdo, además de la evocación nostálgica del pasado año, el evangelio de la misa del presente domingo.
El Muro de las Lamentaciones es una muralla imponente, formada por veinticuatro hiladas de bloques de piedra yuxtapuestos, ante los que el pueblo judío reza, llora, recuerda y espera, es decir, hace y vive su historia.





Guiados por el P. Emérito, un franciscano de la Custodia de Tierra Santa, el grupo de peregrinos nos situamos frente al Muro, a una distancia prudencial. Y en lugar algo elevado, de libre tránsito para el turismo, por lo que se hace más fácil recoger información y satisfacer la curiosidad.
(No es posible tomar fotografías, ya que a la entrada a la explanada hay un control de policía en el que es preciso dejar depositadas las cámaras).

Frente a la zona en que estamos situados, al lado del Muro solo hay varones, ya que el fanatismo de algunos ha impuesto la separación de sexos.
Nos llama especialmente la atención el atuendo y variado ritual que allí se desarrolla.





Por respeto al lugar, todos llevan la cabeza cubierta por lo menos con el solideo o gorrito llamado kipá. Algunos visten el manto ritual de la oración, largo y con flecos. Pero llaman especialmente la atención los judíos hassedín, ultraortodoxos del barrio Mea Shearim, con su levitón o frac negro sobre camisa blanca, sombrero igualmevnte negro, largas barbas y/o tirabuzones. No faltan en varios de ellos las filacterias: cintas o correas enrolladas en el brazo y mano izquierdos; y en alguno hasta una cajita, atada sobre la frente, en la que incluye algún texto bíblico.
Más llamativo es el variado ritual de la oración. Todos rezan de pie, preferentemente mirando hacia el muro. Algunos lo hacen con voz potente, perceptible a distancia. Otros leen, suponemos que la biblia; o entonan salmos. Pero lo más chocante es el ritual mímico. Hasta los que leen, mueven la cabeza. Algunos, también los hombros, la cintura o el cuerpo entero, ya sea hacia delante y hacia atrás, o lateralmente; otros golpean suavemente el Muro con la cabeza, o lo besan, o, levantando las palmas de sus manos, las apoyan sobre él; o introducen su plegaria, escrita en un papelito, en algún intersticio entre las piedras.
En un primer momento aflora en algunos de nosotros, los peregrinos, una leve sonrisa irónica, que delata nuestros pensamientos.
—¿Qué significa todo ese ritual, Padre Emérito?
—Es que interpretan al pié de la letra unas palabras del Deuteronomio, que ellos llaman Shema, la oración fundamental de Israel. Dice así:
Escucha, Israel: el Señor, tu Dios, es solo uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales (Deut. 6,4-9).
Confieso que, después de esta aclaración del P. Emérito, contemplé el Muro y cuanto allí sucedía con nueva perspectiva, digna de todo respeto. Comprendí la razón de tanto balanceo y tanta mímica, tan aceptable para los judíos dentro de sus creencias, como la quietud imperturbable del místico en las creencias de éste.
Y me agradó la concentración, la carencia de respeto humano y la fe que aparentemente sentían. Y recordé el texto bíblico: El hombre ve el rostro, Dios el corazón.

Si exigente parece el texto del Deuteronomio, no lo es menos el de Lucas en el evangelio de este domingo (14, 25-33):
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Jesús, el manso y humilde de corazón, el de las parábolas de la misericordia, no deja de sorprendernos hoy al llamar la atención sobre las exigencias de pertenecer al reino de Dios. El que quiera ser su discípulo debe renunciar a cuanto pueda oponerse o dificultar este seguimiento: bienes materiales, lazos afectivos, hasta la propia vida.
El verbo pospone es una versión interpretada y eufemística. El texto griego y el latino (Vulgata) emplean el término “odia”. Por supuesto que Dios, que es Amor y nos dio como distintivo cristiano el precepto del amor, no puede proponernos el odio; el término “odiar” solo intenta rechazar enérgicamente cualquier obstáculo que impida el seguimiento de Jesús. Y si Él es el representante en la tierra de Dios Padre, puede reclamar también para sí el mismo amor incondicional que el Deuteronomio exigía para Dios: “con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”.





Todavía más: Si Jesús nos amó más que a sí mismo hasta dar su vida en la cruz, puede pedir a cada uno ese mismo amor y la aceptación de la propia cruz:
Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío.
Esta renuncia a todo, excepto a la propia cruz, no es el mejor estímulo para seguir a Cristo. Ser cristiano —sugiere Jesús— es algo muy importante. Por eso es preciso pararse a reflexionar, calcular y decidir, como en todo hecho importante de la vida. He aquí dos ejemplos que Él mismo propone:
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Conclusión o moraleja del propio Jesús:
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.