DOMINGO XXVIII
Guía de Lectura del Evangelio
2 Reg.5,14-17; 2 Tim. 2,8-13; Luc. 17,11-19
EVANGELIO
“Yo soy el camino”, dijo Jesús.
Y a San Lucas le gusta considerar la vida de Cristo —y la del cristiano— como un camino, a lo largo del cual va situando los hechos y palabras del Señor.
El camino se convierte así, no solo en metáfora, sino en recurso literario. El evangelio de hoy afronta este camino de Jesús en su última etapa: Jerusalén.
Yendo Jesús camino de Jerusalén
Jerusalén es la capital y sede del templo, el centro neurálgico de la institución religiosa judía.
Pero Jerusalén es también la meta, el final, el lugar donde mueren los profetas: “No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”, había pronosticado Jesús (Luc. 13, 33). Por eso la expresión “camino de Jerusalén” significa en Lucas el viaje último y fin del trayecto, el auténtico camino de Jesús: el camino de la cruz.
Yendo Jesús camino de Jerusalén
pasaba por entre Samaria y Galilea
Judíos y samaritanos nunca se llevaron bien: “los judíos no se tratan con los samaritanos”, escribe San Juan en el pasaje de la Samaritana (4,9). Y ya el Eclesiástico (50,25) ‘aborrecía al pueblo necio que habita en Siquem’, es decir, Samaria, primera capital del reino de Israel. Samaria para los judíos es como tierra extranjera. Y al cruzar Jesús esta tierra, salen a su encuentro diez leprosos: uno samaritano y los otros, por exclusión, suponemos que galileos; en todo caso, judíos.
Al entrar en una aldea,
vinieron a su encuentro diez leprosos,
que se pararon a lo lejos,
Los leprosos no podían entrar en los poblados ni acercarse a persona alguna. Un sacerdote era el encargado de diagnosticar la enfermedad. El Levítico (13, 45) prescribía: “El que ha sido declarado enfermo de afección cutánea andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la afección seguirá impuro. Vivirá apartado y tendrá su morada fuera del campamento”. Por eso los leprosos
se pararon a lo lejos,
y a gritos le decían:
—Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
La oración de estos diez leprosos es sin duda ejemplar, semejante a la que habitualmente hacemos nosotros en la oración litúrgica: “Señor, ten piedad”, la actitud normal del humilde necesitado. Y resulta evidente que Lucas intenta dar la mejor imagen de estos hombres marginados: pobres entre los más pobres, respetan la Ley y suplican humildes.
Jesús, al verlos, les dijo: —Id a presentaros a los sacerdotes.
Jesús envía a los diez leprosos a los sacerdotes como si ya estuvieran curados. Era también mandato legal: el leproso sanado debía presentarse de nuevo al sacerdote para que certificara su curación (Lev. 14,3-4).
Mientras iban de camino, quedaron limpios.
Uno de ellos, viendo que estaba curado,
se volvió alabando a Dios a grandes gritos
y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Cuando el niño recibe un regalo, y no lo agradece espontáneamente, le advertimos: “¿Qué se dice?”. Es la actitud normal del hombre agradecido. Debería haber sido la actitud de los diez leprosos curados. Sin embargo solo uno volvió a dar gracias por su curación:
Éste era un samaritano.
Este inciso en la narración es tal vez el dato más importante del relato, el que Jesús pretendía destacar. Leproso y samaritano eran, para los judíos, dos motivos de marginación, de exclusión del pueblo elegido.
Pero Jesús pone de relieve que la curación es un don que Dios otorga gratuitamente a judíos o gentiles, no un derecho por ser descendientes de Abraham; el mismo Jesús lo indica:
Jesús tomó la palabra y dijo:
¿No han quedado limpios los diez?
Los otros nueve, ¿dónde están?
¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
Una vez más, Jesús enfrenta la verdadera religión, la del reino que ‘adora al Padre en espíritu y en verdad’ con la oficial o legal, puramente ritual. Los otros nueve leprosos, aunque cumplen la ley, quedan presos en ella. Sólo el samaritano, sin olvidar la ley, sabe ver a Jesús en el milagro. Las palabras de Jesús al samaritano son muy significativas:
Y le dijo: —Levántate y vete, tu fe te ha salvado.
No salva la ley, sino la fe. No salvan los ritos, sino la fe agradecida a la bondad de Dios.