El padre Soárez charlaba con el Cristo de la Iglesia.
-Señor -le preguntó-. ¿Existe el infierno?
-Claro que existe, Soárez -le respondió Jesús-. Pero no es el que describió el buen Padre Ripalda, ni aquel de que hablan los predicadores para aflojar la bolsa de sus feligreses. El infierno está aquí, sobre la tierra.
Ustedes mismos lo hacen con materiales de odio y de violencia, de maldad, indiferencia y desamor.
En verdad te digo que es más infierno el que construye el hombre que aquel que imaginó Ripalda.
-¿Qué hacer para no estar en el infierno? -preguntó el padre Soárez.
-Cada obra buena -contestó el Señor-, aun la más pequeña, apaga una llama de ese fuego malo, y la convierte en paz y bien. Cada acto de amor hace que se reduzca el territorio del odio.
Si el hombre es capaz de construir infiernos, también puede hacer paraísos.
Así dijo el Señor. Y el padre Soárez entendió que cada uno de nosotros lleva en sí mismo el cielo y el infierno, y puede escoger entre los dos.
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