ALEGRAOS EN EL SEÑOR
El tercer domingo de adviento tiene nombre propio, además del ordinal. Se denomina Domingo “GAUDETE”, término latino que significa “Alegraos”.
Es, pues, el domingo de la alegría. El título le viene del comienzo de la misa, y de varias alusiones más a la alegría:
Alegraos en el Señor; os lo repito: alegraos.
El Señor está cerca.
Sin embargo las estadísticas (las no “cocinadas”) indican que la Navidad es la época en que abundan más los suicidios. Cuando todo parece invitar a la alegría y la felicidad (luminotecnia pública o privada, reuniones familiares, banquetes de empresa, regalos, vacaciones…), cuando todos nos deseamos paz y felicidad –y por supuesto de corazón–, es cuando abunda más el fracaso de la vida. Y es frecuente escuchar: ‘¡Tengo unas ganas de que pasen estas fiestas!’
¿Decepciones? ¿Choque de la exultante apariencia exterior con el vacío interior? ¿Un Sentimiento más profundo por los ausentes? Lo dejo para los sicólogos y sociólogos. Pero, en el fondo, quizá nos falta algo sustancial del consejo litúrgico: Alegraos en el Señor. El Señor está cerca.
Tal vez nuestra alegría es demasiado superficial, fundada en la fantasía de algo ilusorio; pero no en la realidad de la vida, poco conforme con nuestras apariencias navideñas.
Convendría recordar la figura central de este tercer domingo, Juan el Bautista: después de curtirse en el desierto con intemperie, reflexión y ayuno; después de pregonar la inmediatez del reino de Dios, aparece hoy en la mazmorra de Maqueronte.
Y en la Navidad original las cosas no fueron mucho mejor: qué inoportuno el censo impuesto por el gobernador; y María, embarazada, recorriendo un camino de varios días hasta Belén; ¿y la responsabilidad del pobre José? Y después de llegar agotados a Belén, el rechazo, la pobreza... Y, al final, la cueva del nacimiento. ¡Para que allí naciera Dios!
¡Y es que esto de la alegría tiene unos contrasentidos!
En las “Florecillas de San Francisco” –un libro delicioso, por cierto– hay un capítulo titulado ‘La perfecta alegría’:
San Francisco y el hermano León regresan al convento después de predicar con “fray ejemplo”. Anochece, llueve copiosamente y el frío de invierno es insoportable. (Con la capucha calada, y en el claroscuro del anochecer, las dos siluetas parecen arrancadas de una procesión de la Santa Compaña). Callan y rezan.
De pronto San Francisco rompe el silencio: ‘Hermano León, aunque todos los frailes menores dieran ejemplo de santidad, escribe: No está en eso la perfecta alegría’.
De nuevo el silencio y la oración. Más adelante, vuelve a hablar Francisco: ‘Aunque los frailes menores hicieran toda suerte de milagros, escribe, hermano León: Tampoco está en eso la perfecta alegría’.
Otra vez el silencio y, poco después, nueva insistencia de Francisco: Aunque los frailes menores conocieran todas las ciencias, aunque hablaran como los mismos ángeles, aunque convirtieran a todos los infieles… escribe, hermano León: ‘No está en eso la perfecta alegría’.
Impaciente el hermano León, pregunta: ‘Dime, padre, ¿en qué está la perfecta alegría?’.
Y San Francisco le responde: ‘Si al llegar al convento, mojados por la lluvia, hambrientos y tiritando de frío, el portero no nos abre la puerta y nos tiene allí aguantando la nieve y la lluvia, el frío y el hambre…; si insistimos llamando y él sale furioso, y entre insultos y golpes, nos dice: ‘¡Fuera de aquí, pesados, ladronzuelos, miserables!’, mientras nos arrastra por la nieve y nos golpea con un palo nudoso…; si todo eso lo soportamos con paciencia y con gozo por amor a Cristo bendito…, oh hermano León, escribe: ‘Ahí está la alegría perfecta’.
Claro que esto lo decía San Francisco de Asís, el santo de la simpatía y de las llagas, el de la hermana agua y el hermano sol. Yo me contento con recordar(nos) el consejo de Pablo para estos días: Alegraos en el Señor. El Señor está cerca. (Tan cerca que en Él vivimos, nos movemos y existimos… pues somos de su raza. Hch.17,28).
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* Fondo por Vainica *
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