LA PALABRA SE HIZO CARNE
Y ACAMPÓ ENTRE NOSOTROS
Tengo una impresión un poco extraña. Me parece que nuestras celebraciones navideñas se realizan en dos planos, distintos y poco intercomunicados.
Por una parte el plano más nuestro: el de la alegría superficial, los villancicos, la comida especial, felicitaciones, convivencia familiar, … en una palabra, todo lo que –a muchos– nos hace repetir que es la época más alegre y preferida.
Y todo esto está muy bien:
“Pues si hacemos alegría
cuando nace uno de nos,
¡cuánto más naciendo Dios!”
La misma iglesia parece comprender que, cuando el hombre está inundado de sensaciones, puede reducirse su capacidad de reflexión, y recurre a lecturas evangélicas menos profundas: genealogías, edicto romano, adoración de los pastores (repetida varios días)...
Por otro lado está el plano del misterio: el misterio de Dios que, por amor al hombre, decide hacerse hombre también en la perrona de Cristo. Este misterio (como en general las acciones divinas) se realiza en el silencio:
“Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu palabra todopoderosa se abalanzó desde el trono real de los cielos” (Sabiduría, 18.14).
Y quizá por esto, en este segundo domingo después de Navidad, un poco desangelado (después de pasar la fiesta principal y su Octava, y a punto de iniciar el tiempo ordinario) se centran las lecturas en el misterio mismo de la Navidad, la encarnación de Cristo:
“El Creador estableció mi morada: Habita en Jacob, sea Israel tu heredad. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás”. (1ª lect. Ecco (24,8-9)
La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros
(Evang. Juan 1,14).
Llámese Logos, Verbo, Palabra, eterna Sabiduría, siempre se referirá a Cristo. Salido del Padre, es la plena revelación del amor de Dios, haciéndose hombre. ¿Para qué? Nos lo aclara la 2ª lectura (Efes. 1,4ss.):
“Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos”.
La conclusión nos la ofrece la Carta a los Hebreos que pone en la misma línea de manifestación divina la palabra bíblica y LA PALABRA (Cristo):
“Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de un Hijo” (Heb. 1,1).
Familiarizarse con la palabra bíblica es, de algún modo, familiarizarse con Cristo. Benedicto XVI aplica esta idea, en un bello juego de palabras, a la Virgen María:
‘… deseo llamar la atención sobre la familiaridad de María con la Palabra de Dios… ella se identifica con la Palabra; en el Magníficat –un retrato de su alma, por decirlo así–se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios…. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la PALABRA encarnada’.
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