Éste es el Cordero de Dios
Al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
«Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. (Jn. 1, 29)
Después de los días intensos y festivos del tiempo de Navidad, la liturgia parece como indecisa, sin atreverse a pasar de lleno al llamado ‘tiempo ordinario’.
Nacido Jesús en un portal de humildad, era preciso descubrir la verdadera realidad del misterio.
La Epifanía litúrgica (avasallada por unos reyes comerciales, portadores de regalos) lo muestra, como en un cuento oriental, al mundo entero: a este Niño,
hasta los reyes le rinden pleitesía.
El pasado domingo Mateo, en el episodio histórico del Bautismo de Jesús, nos ofrece el mensaje revelador del E. S. sobre la persona divina de Cristo (el niño humilde del portal): Éste es mi hijo muy amado.
Hoy seguimos en ambiente de Jordán. El mensajero sigue siendo el mismo: Juan el Bautista. Pero, aunque la escena sea la misma, hoy se nos presenta en la versión del evangelista Juan, el “águila” de altos vuelos teológicos. Y el evangelista Juan avanza un poco más en la personalidad del humilde Niño del portal y nos explica su misión redentora: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
El Cordero de Dios: Alta teología. Simbolismo pleno. Síntesis admirable de la historia de la salvación, desde el comienzo en el Éxodo hasta su consumación en el Apocalipsis.
Porque el evangelio de hoy está escrito sin duda ‘en clave de Éxodo’. Para los judíos que acudían al Jordán, la alusión del Bautista era perfectamente clara: En la fiesta de la Pascua judía, cada familia debía consumir, según la ley, el cordero pascual en recuerdo de la liberación de la opresión egipcia (Ex.12). Por la sangre de un cordero (que señalaba las viviendas hebreas) los primogénitos hebreos se habían librado de la muerte, y el pueblo israelita se había liberado de la esclavitud.
Por la sangre de Jesús --Cordero de Dios—se realiza el éxodo de nuestra libertad: en Cristo y por la sangre de Cristo, también nosotros hemos sido liberados de la esclavitud de la ley, del pecado, y de su secuela: la muerte.
No es casualidad: según la cronología de Juan (el evangelista), Cristo murió en la cruz precisamente a la hora en que los sacerdotes sacrificaban en el templo los corderos pascuales.
Nuestra Pascua, en efecto, es Cristo; y el verdadero cordero es el Cordero de Dios, el de la Alianza Nueva, el único que agrada al Señor y salva: "Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt. 1,21).
El salmo responsorial de la misa de hoy explica la semejanza—y contraposición— entre el sacrificio externo, puramente ritual, de los corderos en el templo, y el verdadero sacrificio de Cristo, el Cordero de Dios:
Tu no quieres sacrificios ni ofrendas…
no pides holocaustos ni víctimas expiatorias.
Entonces yo digo: aquí estoy (Salm. 40,7)
La carta a los Hebreos precisa el momento: “al entrar él (Cristo) en el mundo” (Hebr. 10,6). Y explica también la razón: “Según la ley (de Moisés), casi todo se purifica con sangre, y sin efusión de sangre no hay perdón. Era necesario que todas estas cosas, que son figura de las realidades celestes, se purificaban con tales ritos, pero las realidades celestes mismas necesitan sacrificios superiores a estos (Ib.9.21s).
Por tanto, la sangre de los corderos no puede perdonar los pecados. En realidad tampoco perdonaba los pecados el bautismo de Juan, mera preparación para la venida de Jesús.
Él mismo Juan, al ver llegar a Jesús, declara:
“Yo bautizo con agua, pero entre vosotros hay uno que no conocéis;
yo no soy digno de soltarle la correa de su sandalia…
Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
*Fondo por Vainica*
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