OBRAS SON AMORES
DOMINGO IX DEL TIEMPO ORDINARIO
El texto evangélico de este domingo marca el epílogo o final del Sermón de la Montaña, el primero de los cinco grandes discursos de Jesús, en que Mateo estructura su evangelio.
En este discurso, que comienza con las Bienaventuranzas, señala Jesús, a veces enfrentándolo a la antigua ley, el código de normas del verdadero discípulo de Cristo.
Pero de nada serviría la doctrina, si no se llevara a cabo. Por eso este final del discurso cobra carácter de exhortación o amonestación a la práctica. Ya en el primer versículo, Jesús establece, el principio general:
No todo el que me dice "Señor, Señor"
entrará en el reino de los cielos,
sino el que cumple la voluntad de mi Padre
que está en el cielo.
Y formula este principio en una disyuntiva sin réplica, como suele hacer frecuentemente Jesús: de forma negativa (No todo el que dice…) y de forma positiva (sino el que cumple…).
Por de pronto Jesús resuelve, de manera muy sencilla pero definitiva, el problema, tantas veces debatido por teólogos y escrituristas, sobre la fe y las obras (no basta ‘decir’; es necesario ‘cumplir’). Y, para darle aún más fuerza, lo hace en calidad de Hijo predilecto de Dios (“mi Padre”), y desde la perspectiva escatológica del juicio final:
Aquel día, muchos dirán:
"Señor, Señor,
¿no hemos profetizado en tu nombre,
y en tu nombre echado demonios,
y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?"
Aquel día es un término empleado frecuentemente por los profetas para designar el día final de los tiempos. Jesús admite que muchos de sus oyentes han escuchado y aceptado sus palabras; es más, han creído en Él y tienen fe suficiente para realizar en su nombre muchos milagros; incluso pueden echar demonios (prodigio especialmente reacio a la acción de los apóstoles Mt. 17´19). Sin embargo, aquel día nada de esto será definitivo para dictar sentencia en el juicio:
Yo entonces les declararé:
"Nunca os he conocido.
Alejaos de mí, malvados.
Aunque se presupone la fe, lo único que ‘aquel día’ tendrá valor, son las obras, el ’cumplir la voluntad de mi Padre que está en el cielo’.
Al aludir al juicio final el texto parece recordar la sentencia condenatoria de Jesús en el último día: Apartaos de mí, malditos … Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber (Mat.25, 41s.); es decir, lo único que aquel día tendrá valor, no son las profecías o los milagros, sino el amor al prójimo; esto es lo único que Jesús tendrá en cuenta y lo que ahora quiere de sus discípulos. Pablo lo repetirá en su carta a los corintios: Aunque posea el don de profecía y …aunque tenga una fe como para mover montañas, si no tengo amor, no soy nada. El amor nunca acabará. Las profecías serán eliminadas (1 Cor.13)
La breve parábola de las dos casas, que relata a continuación el texto evangélico, es solo una prueba del principio general. Si al final se nos va a aceptar como discípulos de Jesús, no por escuchar sus palabras, sino por ponerlas en práctica, la elección actual es solo un gesto de sensatez o insensatez. Jesús lo expresa en forma de parábola (escuchar y practicar: fe y obras):
El que escucha estas palabras mías
y las pone en práctica
se parece a aquel hombre prudente
que edificó su casa sobre roca.
Cayó la lluvia, se salieron los ríos,
soplaron los vientos y descargaron contra la casa;
pero no se hundió,
porque estaba cimentada sobre roca.
Al hombre prudente se opone, paralelamente, el insensato. La insensatez consiste en escuchar y no practicar. Se ha percibido el valor de las palabras de Jesús, pero no se pasa de ahí. Continúa Jesús la parábola en sentido contrario (escuchar sin practicar: fe sin obras):
El que escucha estas palabras mías
y no las pone en práctica
se parece a aquel hombre necio
que edificó su casa sobre arena.
Cayó la lluvia, se salieron los ríos,
soplaron los vientos y rompieron contra la casa,
y se hundió totalmente.
El evangelio de hoy es, pues, una invitación a poner en práctica las palabras de Jesús. La doctrina sólo adquiere credibilidad en la coherencia de la vida real. Escuchar sin practicar es edificar sobre arena. Jesús, como Maestro, “hizo y enseñó desde el principio”, dice Lucas: Hch,1,1). Al discípulo de Jesús le corresponde escuchar y poner en práctica las enseñanzas del Maestro.