TRES TIENDAS EN EL TABOR
DOMINGO II DE CUARESMA
Se acerca, en la vida de Jesús, el tiempo de su Pasión. Se lo acaba de anunciar a sus apóstoles (Mat. 16,21s.): “A partir de entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, padecer mucho a causa de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, sufrir la muerte y al tercer día resucitar”.
En su exposición catequética, Mateo coloca intencionadamente el episodio de la transfiguración inmediatamente después de esta predicción de la pasión: intenta fortalecer a sus apóstoles para las pruebas venideras en las que ellos deberán acompañarlo.
Por eso toma a sus tres apóstoles más cercanos y se les revela en la gloria de su divinidad mesiánica, antes de que, en Getsemaní, sean testigos del más profundo abatimiento humano.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan
y se los llevó aparte a una montaña alta.
El evangelio solo indica “una montaña alta”. Y San Pedro, el único testigo presencial que habla sobre la transfiguración, dice que tuvo lugar en el “monte santo” (2 Pe 1,18). La tradición, sin embargo, desde los primeros siglos, ha situado el episodio en el Monte Tabor.
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Se transfiguró delante de ellos,
y su rostro resplandecía como el sol,
y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Algunos elementos, como la transfiguración de su rostro, las vestiduras blancas, evocan al Hijo del Hombre presentado como Mesías glorioso y vencedor por los profetas, y parecen ser un anticipo del Jesús resucitado. Moisés y Elías expresan la Ley y los profetas del Antiguo Testamento. Con esto se quiere afirmar que Jesús es el "nuevo Moisés", de quien vaticinaron los profetas: en Jesús llegan a su cumplimiento las esperanzas mesiánicas, la alianza y la ley: Él es la plenitud de la ley y los profetas.
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Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
-Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
También las tiendas, que evoca Pedro, son recuerdo de los cuarenta años que el pueblo judío peregrinó por el desierto. Cuando Jesús anuncia su pasión, Pedro trata de disuadirle: “Esto no lo quiera Dios, esto no sucederá”. Hasta el punto de que Jesús le reprende: “Apártate de mí, Satanás” (Mt. 16,22s). Ahora, en el momento del éxtasis, Pedro se siente feliz y propone perpetuarse en el Tabor, aunque sea en tiendas de campaña.
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Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
“Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.”
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
El pasado domingo, el de las tentaciones de Jesús, el diablo suscita la duda: “Si eres el Hijo de Dios…”. Hoy es el Padre Celestial el que da la contestación: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.
La nube y la voz celestial recuerdan la presencia de Yahvé en el Sinaí. Tanto en la literatura bíblica como profana la morada de la divinidad es inaccesible a los hombres. La nube es signo de la presencia de Dios: aparecía en el éxodo sobre el tabernáculo, y aparece ahora sobre Jesús.
Y Mateo, atento siempre a probar la mesianidad de Jesús, presenta en momentos culminantes, como testimonio, la voz misma del Padre Celestial: se había oído en el episodio del Bautismo, como pórtico a la vida pública de Jesús (Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco); y se repite ahora, como prólogo al tiempo de Pasión.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
“Levantaos, no temáis.”
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
“No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.”
Jesús ha dejado entrever por un momento algo de su gloriosa filiación divina, pero aún no ha pasado por la humillación última de la muerte. Por eso los apóstoles, al alzar los ojos, siguen viendo a Jesús solo en su aspecto humano habitual. La revelación plena de Jesús culminará en la resurrección de Cristo, de la que la transfiguración era un anticipo. Pero el misterio de la vida de Jesús es incomprensible sin la pasión y la muerte: expresión suprema de su infinito amor por el hombre.