Entrada triunfal de Jesús en Jerusalén
Jesús aclamado como Mesías
Gran muchedumbre de judíos se enteró de que Jesús estaba en Betania y vinieron no solamente por causa de Él, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Pero los príncipes de los sacerdotes pensaron matar también a Lázaro, porque muchos, por él, se separaban de los judíos y creían en Jesús. (Jn. XII, 9-11.)
Cuando Jesús se acercó al día siguiente a Jerusalén y a Betfage, cerca del monte de los Olivos, envió dos de sus discípulos y les dijo: «Id al lugar que está delante de vosotros. En cuanto lleguéis allí, hallaréis una asna atada y un pollino con ella. Desatadla y traedlos aquí" (Jn, XII, 12-19)
Jesús se hospeda en Betania, en casa de sus amigos Marta, María, y Lázaro resucitado. Se aproximan las fiestas de Las Tiendas. El camino de Jericó a Jerusalén —que pasa por Betania— hierve de peregrinos. La fama de Jesús inunda Palestina de entusiasmo mesiánico, con menoscabo del templo farisaico.
Todo el que llega a Jerusalén se entera de que el Consejo Supremo obliga a delatar a Jesús a cuantos conozcan su paradero. Además, oían contar a testigos oculares la resurrección de Lázaro, un testigo demasiado evidente y clamoroso de la mesianidad de Jesús. Tanto Jesús como Lázaro debían desaparecer.
Seguramente el sábado se acercaron muchos a Betania, que sólo distaba media hora de Jerusalén. O tal vez se trataba de gente que había pernoctado en los alrededores de Betania, y, sobre todo, de peregrinos acampados en el monte de los Olivos. Lo cierto es que, en la mañana del domingo, son muchos los que acompañan a Jesús cuando sale de Betania hacia Jerusalén.
Los discípulos muestran por Jesús un entusiasmo, desconocido desde los días de Galilea. Sólo esperan ya el momento en que Jesús salga de su misteriosa modestia y se proclame rey.
Jesús hace una parada en el camino. Probablemente en la ladera sur del monte de los Olivos. Entre Él y la montaña hay una hondonada, donde está enclavada una pequeña aldea. Las palabras de Jesús presuponen este marco local, al dar a dos discípulos el encargo: "Id a esa aldea que está enfrente de vosotros. Al llegar encontraréis una asna atada y un pollino con ella. Desatadla y traedlos; si os preguntan "¿qué hacéis?", decid: "El Señor tiene necesidad de ellos; pronto la devolverá."
Que los discípulos hallarían al entrar, en las primeras casas, una asna con un pollino sobre el cual nadie había montado, y que los dueños sin más pondrían a su disposición los dos animales, son cosas que sólo el Omnisciente podía predecirlas con tanta precisión. Así sucedió en realidad: y los discípulos regresan pronto con los dos animales. Los corazones de los discípulos palpitan de gozo. Hasta ahora han ido a pie con el Maestro por todo el país; hoy Jesús se dirige a Jerusalén sobre una cabalgadura.
En pocos momentos la peregrinación de galileos se convierte en una manifestación solemne; en una entrada triunfal para el Mesías. Alguien fue el primero en lanzar el grito: "¡Hosanna!"; era el grito festivo religioso de los judíos, y resonaba, especialmente en la fiesta de los Tabernáculos, en aclamaciones estruendosas cuando se llegaba a aquel pasaje del salmo 117, de donde está tornada esta palabra.
Algunos discípulos habían puesto sus mantos sobre el lomo del animal, honor que se suele hacer a los grandes señores cuando se les ofrece la cabalgadura y no se tiene una silla de montar. Otros se quitaban los mantos de los hombros y los extendían por el suelo corno alfombras. (En las tradiciones judías se cuenta de un hombre rico en cuyo honor se cubrió con colchas todo el camino hasta la sinagoga). Otros, incluidos mujeres y niños, se hicieron ramos con ramas de árboles, como era costumbre llevar en la fiesta de los Tabernáculos, y vitoreaban al Mesías.
Pronto aparecieron los fariseos como testigos del entusiasmo popular. Jesús había evitado siempre esas manifestaciones. Tal vez, decían, se le podría obligar a que ordenara a la gente que se reprimiese. De todos modos, ellos querían hacerle responsable de las consecuencias de aquel desorden. Se acercaron a Jesús y le avisaron, dando al hecho suma importancia: "Maestro, llama al orden a tus discípulos."
Jesús no consintió que los turbaran. Y les respondió brevemente: "Os digo que si éstos callaren, las piedras darían voces”.
Jesús llora sobre Jerusalén
Al acercarse más Jesús y ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: "¡Si tú reconocieses siquiera en este tu día lo que hace a tu paz! Pero ahora está encubierto a tus ojos." Lc., XIX, 41-44.)
El cortejo había llegado a la abrupta pendiente del valle de Cedrón, al lugar desde donde se divisaba la ciudad y el templo (donde hoy se encuentra el “Dominus flevit”: el Señor lloró). El sol brilla desde el Oriente y lo inunda todo de luz. Jerusalén resplandece magnífica y regia. Las aclamaciones de los peregrinos van en aumento. Esta parece, en efecto, la ciudad del nuevo reino. Todos miran a Jesús. Por entre la muchedumbre cunde una conmoción misteriosa que se apodera de todos en un momento. Jesús, el Profeta, el Mesías, quiere hablar. Ahora seguramente va a manifestarse y a proclamar su reino.
Jesús contempla la ciudad. Asentada sobre la roca, con sus casas y sus azoteas de piedra, es para Jesús el símbolo de sus habitantes, de corazones duros como la piedra. Y en medio de todo aquel júbilo, las lágrimas empiezan a desbordarse de sus ojos, y de sus labios brota el canto lúgubre del amor menospreciado. Allí está la ciudad del templo, de la Ley y de los doctores. Aquí, alrededor de Él, los sencillos pescadores de Galilea; éstos han comprendido; los sabios de allá dentro de la ciudad, no.
"¡Ah!, si tú conocieses siquiera en este tu día lo que hace a tu paz; pero ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te cercarán con trinchera y te pondrán cerco, y te estrecharán, por todas partes, y te arrasarán a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación."
Aquí, junto al monte de los Olivos, estuvo reunido, puede decirse, todo el pueblo de Israel por primera y última vez alrededor de Jesús. Y Jesús en esta ocasión rompió a llorar.
Entrada en la ciudad. La súplica de los gentiles
Cuando Jesús entró en Jerusalén toda la ciudad se conmovió. La gente decía: "¿Quién es Éste?" Y las muchedumbres respondían: "Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea." (Mat., XXI, 10-1, 14-16)
Es posible que Jesús entrara por la puerta hoy llamada de San Esteban o de los leones. Con todo, las expresiones de los relatos permiten suponer que Jesús subió al templo a través de la ciudad. Aquel día confluían a Jerusalén, una tras otra, las caravanas de peregrinos. Un alboroto era superado por otro mayor, que anunciaba algo extraordinario en medio de todo aquel movimiento, ya de suyo singular. La multitud se iba aproximando, con Jesús en medio, como una oleada imponente de rostros encendidos por el entusiasmo. Todos corrían preguntando quién era el que venía, y los manifestantes respondían: "Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea."
A la comitiva se adhirieron, naturalmente, todos los chiquillos de las calles de Jerusalén: “los niños de los hebreos”. Mientras las personas mayores, a lo que parece, enmudecían en el templo, no comprendían los niños por qué no era permitido repetir tan piadosas exclamaciones también en el templo, y así, gritaban a coro: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Hosanna!"
Esta escena se conformaba muy bien con la vida religiosa de los niños. Ya en la escuela aprendían de memoria aquel salmo del que estaba tomado el Hosanna, y ya se habían acostumbrado a agitar cada uno su ramo tan pronto como resonaba el hosanna.
Pronto se presentaron los fariseos: "¿Oyes lo que dicen éstos?" Jesús repuso: "Pues ¿qué? ¿Nunca habéis leído aquel pasaje de la Escritura que dice: De la boca de los niños y de los que maman sacaste perfecta alabanza?"
Terminada la manifestación, Jesús se detuvo, sin duda, algún tiempo en el templo. Entre los peregrinos venidos a la fiesta de Pascua se encontraban también algunos gentiles de lengua griega. Habían sido testigos del triunfo. Parece que procedían, como Jesús y los Apóstoles, del Norte del país, y que conocían a algunos Apóstoles. Buscaron a Felipe para que los presentara al Salvador. Éste habló de ello a su paisano Andrés, y los dos se lo dijeron a Jesús.
Jesús se ve en aquel momento separado de los gentiles por el cerco divisorio del Antiguo Testamento, pero esta pared divisoria debía quedar derruida con su muerte, desapareciendo las fronteras entre judíos y gentiles. Cristo siente a la vez el temor de la Pasión que se avecina y la visión feliz de las bendiciones que se originan de su cruz para todo el mundo. Y deja entrever en sus palabras esa emoción: "Viene la hora en que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, él sólo queda; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su alma, la perderá; y quien aborrece su alma en este mundo, para la vida eterna la guarda. El que quiera servirme, sígame; y en donde yo estoy, allí estará también mi ministro. Si alguno me sirviere, lo honrará mi Padre."
¡Con qué atención escuchan todos cuando Él habla de "la hora"! Pero Jesús ha empezado la pasión con la entrada triunfal. Y rompe en palabras y gestos el temor que se acentúa al hacerse en todo igual a los hombres.
"Ahora mi alma está llena de turbación. Y ¿qué he de decir?
Padre, sálvame de esta hora. Mas para eso he venido a esta hora. Padre, glorifica tu nombre."
Ya antes ha hablado Jesús misteriosamente de una "hora". Pero nunca como en estos momentos, después del triunfo, se había apoderado de Él el temor de esta "hora". Sin embargo, Jesús se yergue triunfante sobre aquel temor, alza la vista al cielo y clama a su Padre celestial: "Padre, glorifica tu nombre."
Algo trascendental ha ocurrido. Jesús no ha orado ya vuelto al sanctasanctórum del templo. Y a este clamor suyo se oye la voz del cielo, que responde: "Ya lo he glorificado, y otra vez lo glorificaré."
Era la respuesta del Padre. Los que rodeaban a Cristo oyeron la voz del cielo; pero no pudieron comprender las palabras. Unos decían que había tronado; otros, dentro de un mundo puramente religioso, decían: "Un ángel le ha hablado."
Y Jesús les dijo: "No ha venido esta voz por mi causa, sino por vosotros. Ahora es el juicio del mundo; ahora será lanzado fuera el príncipe de este mundo, y cuando yo sea alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo."
Ha llegado, pues, la hora de la lucha decisiva. Dios Padre ha enviado públicamente a su Hijo para la última batalla. Pronto todo habrá pasado.
Jesús emplea en su lenguaje giros que caracterizan la cruz como madero de tormento e instrumento de su muerte, y al mismo tiempo, como la sede del nuevo trono.
Los oyentes comprenden que habla de la muerte. Hace poco lo han saludado con exclamaciones de júbilo: "¡Hosanna, Hosanna!", y ahora empieza Él, como siempre, a hablar de cosas tan tristes, y le replican:
"Nosotros sabemos por la Ley que el Mesías permanecerá para siempre. Pues ¿cómo dices tú que conviene que sea alzado el Hijo del Hombre? ¿Quién es este Hijo del Hombre?"
Jesús evita en su respuesta la expresión que tanto les irrita y la envuelve en una metáfora. En Oriente la noche se echa encima de repente. Los ojos que no están adaptados a ese paso del resplandor vivísimo del día a la obscuridad que se echa encima bruscamente, no pueden ver las piedras con sus aristas gastadas y el que es sorprendido por la noche, cae fácilmente.
Quizá el sol estaba a punto de ponerse cuando Jesús dijo: "Aún hay en vosotros un poco de luz. Andad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas; porque el que anda en las tinieblas no sabe adónde va. Mientras tenéis luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz."
"Ya no estaré más tiempo entre vosotros."
Por la tarde regresó de nuevo Jesús a Betania.
Fondo por Vainica*
|