Y entonces, entró el sol
Es tanto lo maravilloso de no perder
la fe que siempre aparece en tu camino una luz, una respuesta a tus
oraciones; es tener esa conexión con tu creador y sentir que está ahí,
aguardando, esperando el momento más idóneo para hacerse presente. No
antes, no después, te escucha, calla, silencio total y luego aparece en
tu vida un milagro, la respuesta exacta a tus deseos y a veces a tus
caprichos.
¡Ser madre! Cuando esta palabra me
dejó de sonar en el cerebro como un deseo anhelante, desesperante y a
veces frustrante; cuando había aceptado el hecho de no serlo y mi vida
giraba en torno a mí: mi tiempo, mi espacio, mi comodidad, llegó a mis
brazos el ser más hermoso e indefenso que Dios había designado para mí.
No hubo un grito, no hubo dolor en mis
entrañas, no hubo que cortar un cordón umbilical; pero nada de eso se
necesita para experimentar el don de la vida y poder ser madre.
Ahora yo era responsable por ese nuevo ser que llegaba al mundo y que al igual que yo, tenía una esperanza de vida.
Necesitaba cobijo y estaba dispuesta a
darlo; necesitaba amor y yo estaba aguardando a quién darlo;
necesitaba protección y era justamente lo que Dios vio en nosotros, que
confió y depositó a nuestro cuidado.
Una pequeña con manos de pianista,
dedos largos y rosados, orejas perfectas, boquita de corazón, nariz
chatita, ojos que después se llenarían de grandes y rizadas pestañas,
de tez morena, cabello negro rizado, 49 cm de largo y dos kilos
ochocientos gramos fue el regalo que puso el amor de Dios para
nosotros… y entonces entró el sol a nuestro hogar iluminando nuestras
vidas para florecer por siempre.
Anónimo.