ESPÍRITU SANTO Y VIDA CRISTIANA
(Breve sugerencia sobre la fiesta de Pentecostés)
Al llegar el día de Pentecostés… Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. (Hechos 2, 1ss.)
Así dice Lucas al describir el acontecimiento de Pentecostés. Sugiere el evangelista que el Espíritu Santo desciende sobre los Apóstoles para impulsarlos a la gran misión de predicar el Evangelio. En realidad el mismo título del libro —Hechos de los Apóstoles— indica la finalidad de Lucas: relatar los hechos, la actividad inicial de los apóstoles a fin de establecer las primeras comunidades cristianas.
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Pero la Acción del Espíritu no tiende solo a la evangelización o apostolado exterior. Los místicos, y el cristiano en general, saben muy bien que el Espíritu tiene otra dimensión no menos importante que la evangelizadora: la presencia divina y santificante en la vida interior del cristiano.
Es San Pablo quien pone más de relieve esta presencia activa del Espíritu, no solo sobre la actuación del cristiano, sino sobre su misma vida interior:
¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cor.
3, 16; Rom. 8,9)
El Espíritu, por tanto, está dentro de nosotros, actúa en nosotros, penetra hasta en las profundidades más íntimas de nuestro ser. Rescatados por Cristo del pecado, recibimos en el Espíritu un don maravilloso: la condición de hijos de Dios.
Y como sois hijos, Dios infundió en vuestro corazón el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba Padre. De modo que no eres esclavo, sino hijo… (Gál. 4, 6)
Por ser hijos adoptivos de Dios, bien podemos llamar a Dios «Padre». En esto consiste nuestra gran dignidad: no somos sólo imagen, sino hijos de Dios. Los sacramentos de la iniciación (Bautismo y Confirmación) originan en el cristiano una vida espiritual tan rica y fecunda que le introduce, en calidad de hijo —adoptivo— en la familia de Dios.
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Esta dignidad de hijos de Dios nos asemeja de algún modo a la dignidad de Jesús, el Unigénito del Padre. Y el mismo Jesús nos consideró como hijos del Padre, y hermanos suyos, al invitarnos a orar —con Él— diciendo: “Padre nuestro”.
Todo esto debe ser un estímulo para vivir de lleno nuestra filiación, para ser cada vez más conscientes de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios; para sentir de verdad que “el Espíritu de Dios habita en vosotros”. Esta idea puede transformar el don objetivo de la filiación en una convicción subjetiva, decisiva para orientar nuestra manera de pensar, de actuar, y de ser cristiano.
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“La gracia de nuestro Señor Jesucristo,
el amor del Padre
y la comunión del Espíritu Santo
estén con todos nosotros".
*Fondo por Vainica*
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