“APRENDED DE MI,
QUE SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN”.
Frente a la definición de Dios como AMOR—Deus caritas est—, los hombres solemos tener preparado (dentro de cada uno) todo un ministerio de defensa contra cualquier posible incursión de nuestros semejantes. Basta un motivo, a veces insignificante, o incluso ficticio, para una declaración de guerra personal. Según nuestro estado de ánimo, hasta puede agradecerse, en ocasiones, una situación que justifique la agresión. ¡Exactamente el extremo contrario a las palabras de Jesús!
La agresividad, como actitud biológica, radica en el instinto mismo de conservación, y hasta puede ser cualidad positiva; pero no controlada, se transforma fácilmente en violencia. En cambio, la mansedumbre, que Jesús nos enseña, invita a diluir siempre cualquier “agresión” en amor. En lenguaje del Reino de los cielos, este es el único modo de atacar y vencer al adversario.
Un conocido profesor de Sagrada Escritura de la Universidad de Salamanca, explicando las palabras de Jesús “si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda” (Mt.5,39), comentaba: después de recibir la bofetada en una mejilla, sería de tontos dar facilidades para la segunda bofetada, y Jesús no nos pide que seamos tontos. Jesús era hijo de su tiempo y hablaba en el lenguaje de su pueblo. Y lo que Jesús quiere decir es que no se responda al mal con el mal, que ante una ofensa se ponga en práctica la virtud de la mansedumbre; lo aclaró poniéndose a sí mismo como ejemplo: “Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón”.
De modo más amplio y explícito se lo explica San Pablo a los fieles de Colosas: “revestíos de sentimientos de compasión, de bondad, humildad, mansedumbre, de paciencia, soportándoos mutuamente y perdonándoos si alguno tiene queja contra otro” (Col.2,12s).
Mansos son, pues, los que saben vencer la propia violencia frente a la agresión del prójimo. Esta conducta implica por supuesto un primer paso, muy positivo, en el camino del reino. Y exige sin duda un ejercicio de violencia nada fácil contra sí mismo. Esto es seguramente lo que Jesús quería decir al afirmar: “El reino de los cielos padece violencia; y sólo los violentos lo arrebatan” (Mt 11,12).
Pero la vocación cristiana, según Pablo, sobrepasa la mansedumbre como simple virtud negativa, adentrándose —de forma positiva— en el campo del amor. Por eso recomienda tener entre cristianos una ternura entrañable, afabilidad, delicadeza, suavidad, tolerancia, “soportándoos unos a otros con amor”. El fundamento de este amor está en Dios, que es uno, Padre de todos, que está sobre todos, entre todos, en todos. (Efes. 4,2-6).
La mansedumbre cristiana, así entendida, es pues una modalidad del amor: Es ‘el amor paciente, amable, no envidioso ni orgulloso, [el amor] desinteresado, que todo lo aguanta, lo espera y lo soporta. (1 Cor 13, 5-7).
En su obra “Las formas de felicidad son ocho”, José Mª Cabodevilla define así quiénes son (y no son) los mansos de corazón que Jesús propone en las Bienaventuranzas:
“Los mansos no son los violentos, que se imponen a la fuerza, los cínicos, los irónicos, los de lengua bífida. Los mansos no son los sosos, los cobardes, los que no reaccionan por nada... Los mansos no son los débiles, ni tampoco los fuertes. No son los impotentes para combatir en la vida, ni son aquellos que utilizan su impotencia como un arma para derribar al enemigo, apelando a su compasión o su ternura. No son mansos quienes se rebelan airadamente contra la injusticia, pero tampoco lo son los que, con su resignación, contribuyen a la expansión del mal. Los mansos son simplemente los que participan de la mansedumbre de Cristo.”