En Betsaida (población al extremo NE del lago Genesaret, Jesús acaba de “curar a un ciego”, rasgo característico del tiempo mesiánico (Mc 8, 22). Los discípulos comienzan a intuir que Jesús es el Mesías, pero un Mesías triunfalista, ajeno y hasta opuesto al Mesías del Reino. Jesús decide que ha llegado el memento de purificar esa idea mesiánica de sus apóstoles. (De hecho, en los versículos siguientes al evangelio de este domingo, se expone el primer anuncio de la Pasión).
Sale Jesús de Betsaida (Mc 8, 27) y, remontando el valle del Jordán, sube hacia Cesarea de Filipo, cerca ya del monte Hermón. En el camino, Jesús propone a los apóstoles, en forma de mini-encuesta, el tema fundamental de su predicación y de todo el reino mesiánico:
¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?
La pregunta, hecha de forma anónima, no compromete a nada y los apóstoles recogen las respuestas de la gente (que sin duda eran también las suyas):
Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.
Es decir: la gente cree que Jesús es un personaje religioso más de los ya conocidos. Pero esta pregunta parece sólo metodológica, propuesta por los evangelistas para iniciar el tema principal. De hecho Jesús no comenta la opinión de la gente. Lo que realmente parece importarle en estos momentos es la opinión de sus propios discípulos. Por eso les hace inmediatamente una pregunta capital:
Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Esta segunda pregunta era sin duda más comprometida. (Lo es para nosotros, y lo era para los apóstoles) ¿Sabían ellos en ese momento quién era Jesús? ¿Hasta dónde llegaba su fe en Él? De hecho ninguno contesta, excepto Pedro, a veces intrépido, y a veces precipitado.
En esta ocasión, la respuesta de Pedro es certera y lo preconiza ya como futuro primado de la iglesia. A partir de este instante la escena se convierte en un diálogo entre Jesús y Pedro (y el Padre que, sin hablar, inspira y por tanto subraya la confesión de Pedro). Y el diálogo se reduce a un doble intercambio de títulos. Simón (Pedro) confiesa:
-Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
A esta confesión corresponde Jesús primeramente con una felicitación, sobre todo porque está inspirada por el Padre:
¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo.
Pero esta felicitación, aunque solemne, es sólo un preámbulo. Lo verdaderamente importante y solemne es la promesa del primado, que Jesús expresa con dos metáforas: la roca o piedra y las llaves. Las dos tienen su origen en el Antiguo Testamento, se repiten en el Nuevo y se aplican finalmente a la Iglesia. La primera:
Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.
Simón en adelante se llamará Pedro. Jesús le cambia el nombre de Simón por el de Pedro (en griego Kephas=Roca, piedra), más apropiado a la futura misión, que le encomienda.
Con la metáfora de “la roca” se designa a Dios, sobre todo en los Salmos, como fundamento firme sobre el que el hombre puede apoyarse incondicionalmente: Sólo él es mi roca y mi salvación (Sal 62,3). La palabra de Dios es siempre fidedigna y totalmente segura, sobre todo cuando esa Palabra se hace hombre y como tal se convierte en salvador: “la roca era Cristo”, dirá Pablo (1Co 10,4).
Jesús, la ‘roca’ por derecho propio, hace partícipes de esta propiedad a Pedro y a su iglesia: ‘Tú eres es roca y sobre ella edificaré mi iglesia”. El poder del infierno no podrá derrotarla.
La segunda metáfora es la de las llaves:
Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Poseer "las llaves" significa en sentido bíblico tener autoridad suprema en la casa, en este caso en la Iglesia. En realidad la propiedad de ser roca y fundamento contiene ya los plenos poderes, simbolizados en la entrega de las llaves. Ese poder, concedido a Pedro y ejercido en nombre de Cristo (cabeza de la misma iglesia), es omnímodo, de forma que el cielo ratifica cuanto Pedro, representante de Cristo, decida (“ate o desate”) en la tierra.
Aquella sencilla escena de trece hombres en las inmediaciones de Cesarea de Filipo, inadvertida para el mundo en aquel momento, se ha transformado esta semana, en la JMJ, en una explosión de fe millonaria y universal.
Ochocientos obispos, sucesores de los Apóstoles, se han reunido en torno al sucesor de Pedro. Y aunque éste se llame Benedicto, Cristo le sigue diciendo las mismas palabras: ‘Tú eres Pedro, la Roca, y sobre esta roca sigo edificando mi iglesia. No tengáis miedo. Las puertas del infierno —todos los que, de cualquier modo, se oponen a la iglesia— no podrán derribarla. Está construida sobre roca firme’.
Dos mil años de historia lo siguen confirmando. Y los dos millones de jóvenes de la JMJ lo testifican,
“Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe” (Col 2,7)
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