DIOS Y EL PRÓJIMO
Mateo 22, 34-40
Los últimos capítulos del Evangelio de Mateo presentan la vida de Jesús como un combate a varios asaltos entre los fariseos y el propio Jesús.
El domingo pasado fariseos y herodianos pretendían comprometer a Jesús ante las autoridades civiles con un dilema arriesgado: ¿es lícito o ilícito pagar el tributo al César? Jesús declara que la obediencia a Dios no impide las obligaciones cívicas.
En el evangelio de hoy los fariseos vuelven al ataque. La pregunta, "para ponerlo a prueba", proviene de un escriba o doctor de la Ley:
"¿cuál es el principal mandamiento de la Ley?".
Los fariseos enumeraban hasta 613 preceptos legales, 248 positivos y 365 negativos. Las grandes escuelas rabínicas intentaban, sin conseguirlo, hallar un principio de unidad y de jerarquía entre estos preceptos. Los dos extremos sobre los que giraba el eje del debate eran Dios y el hombre.
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Entre las antiguas tradiciones judías, se cuenta el relato de un pagano que prometió convertirse al judaísmo, si alguien podía explicarle la doctrina judía en el tiempo que él pudiera resistir apoyado en un solo pie. El famoso rabino Hillel aceptó el reto y le dijo: "No hagas a tu prójimo aquello que no quisieras que te hicieran a ti. Ahí está toda la Ley. Lo demás son comentarios. Ve y estudia". (Clara opción por el extremo del hombre).
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El israelita creyente estaba obligado a recitar, dos veces cada día, las palabras del “Shema Israel” (Escucha, Israel), una plegaria tomada del Deuteronomio (6,5), y expresión de su identidad judía. Se enseñaba al niño a rezarla por la mañana y por la noche. Se repetía en múltiples ocasiones, y el más hondo deseo del hebreo piadoso, era morir recitándola.
Como buen israelita, Jesús conocía y recitaba con frecuencia esta oración. Su respuesta, por tanto, a la pregunta del fariseo escriba, no es, en principio, original. Jesús le dijo:
“Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón,
con toda tu alma,
con todas tus fuerzas...”
El fariseo sólo requiere el principal mandamiento de la Ley. Jesús le responde con dos preceptos, los de la Ley, y los dos principales y semejantes. El segundo está tomado del Levítico y prescribe el amor al cercano, al israelita. Jesús añade:
“Amarás al prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18).
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(En la parábola del Buen Samaritano, Jesús universaliza la idea del prójimo: no es sólo el israelita, es todo hombre, judío o gentil). Aquí radica la originalidad de Jesús: con dos textos bíblicos, muy antiguos, formula el primero y principal de los mandamientos del reino. Amor a Dios y amor al prójimo se fusionan en uno solo amor. No son necesarias las largas listas de preceptos farisaicos. Sobran las discusiones rabínicas sobre la diversidad y jerarquía de los mismos. Los dos extremos, Dios y hombre, acaban integrándose en un solo centro de amor. Desde que Cristo se hizo hombre, nuestra relación con Dios no puede ignorar la relación que él mismo ha establecido con el hombre. El amor, por tanto, no es horizontal o vertical, hacia el hombre o hacia Dios: es único y total. Nadie puede amar a Dios sin amar al prójimo, y el amor al prójimo debe ser reflejo del amor a Dios.
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En caso de duda en la valoración del amor—a Dios o al prójimo—San Juan observa (1 Jn. 4,20 ): “Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente; pues si no ama al hermano suyo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y el mandato que nos dio es que quien ama a Dios ame también a su hermano”. Mucha sagacidad o mucha experiencia hay en las palabras de San Juan. Dios queda, a veces por lo menos, demasiado lejos. Podemos creer que lo amamos sin amarlo, o amarlo realmente sin tener conciencia clara de ese amor. San Juan nos ofrece una norma muy fácil de entender: ‘la medida de tu amor a Dios la da el amor real a tu prójimo’. Siguiendo esta norma, no hay equivocación.