PARÁBOLA DE LOS TALENTOS
Mat.25,14-30
El año litúrgico enfila su recta final, que concluirá el domingo próximo. Pablo, en su carta (1 Tes. 5,1-6), advierte que el día último, “el día del Señor llegará de improviso, como un ladrón en la noche”. Mateo, a su vez, concluye hoy el llamado “discurso escatológico” y dirige su mirada hacia el tiempo de la iglesia, hacia ese período previo a la Parusía final.
¿Qué deben hacer entre tanto los cristianos—nosotros—? Por de pronto, estar vigilantes: “no sabéis el día ni la hora”. Pero no basta estar despiertos, en actitud mirona o ensoñadora. Es necesario trabajar. Éste es, para Mateo, el contexto de la parábola de los talentos.
Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes:
El hombre (Jesús) prevé largo tiempo de ausencia (el que media entre su Ascensión y su segunda venida): lo indican las expresiones “al irse de viaje”, “se marchó al extranjero”, “volvió al cabo de mucho tiempo”. Así, pues, distribuye sus bienes (los intereses del Reino) entre sus empleados (los cristianos):
a uno le dejó cinco talentos de plata,
a otro dos,
a otro uno,
a cada cual según su capacidad;
luego se marchó.
El talento—griego o romano—era una moneda de gran valor tasado en peso de metal precioso (muy difícil de precisar en equivalencias actuales, ya que oscilaba según zonas y metal: el de plata, por ej. podía fluctuar entre 26 y 41 kg).
Se trata, pues, de una parábola de fondo, en principio, financiero. Más que de dotes naturales, se trata de los dones del Reino, que Cristo entrega a su iglesia. Dios pone en juego su Palabra como lo hace un financiero con su capital. Como miembro de la iglesia, cada cristiano, según su capacidad, es administrador de ese capital.
‘Los empleados que reciben cinco y dos talentos
los duplican con su esfuerzo.
En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor’.

Veredicto del dueño del capital:
Al cabo de mucho tiempo
volvió el señor de aquellos empleados
y se puso a ajustar las cuentas con ellos.
El señor aprueba y premia la conducta de los empleados trabajadores que han duplicado sus talentos:
"Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor;
como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante;
pasa al banquete de tu señor."
Aunque es distinto el rendimiento, los dos empleados trabajadores escuchan idénticas palabras de elogio. La obligación del empleado (cristiano) es hacer fructificar los talentos recibidos del señor. No importa cuántos sean: cinco, dos o uno. Lo que importa es trabajar, a fin de lograr el rendimiento del capital que se le ha encomendado.

Finalmente, el que había recibido un talento dijo:
"Señor, sabía que eres exigente…
tuve miedo
y fui a esconder mi talento bajo tierra.
Aquí tienes lo tuyo.
Este último empleado no ha robado el dinero de su amo, no ha malgastado su talento, lo ha guardado celosamente para devolverlo a su amo. Pero el amo lo reprende duramente:
Eres un empleado negligente y holgazán.
Su pecado es de omisión: no ha hecho fructificar su talento. Y un talento “enterrado” es un talento muerto; y un capital muerto, sin invertir, se devalúa.
A ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas;
allí será el llanto y el rechinar de dientes.
El mismo final trágico de las jóvenes necias en la parábola de las "diez vírgenes".
Excelente parábola en la que Mateo define el tiempo de la Iglesia y, a la vez, el sentido de la vida del cristiano. Cobra especial sentido hoy, día de la iglesia diocesana. Vivir cristianamente es incrementar los talentos que Dios nos da, hacer fructificar los bienes del Reino hasta que Él vuelva. Entre tanto, a cada uno se le pide lo que puede y debe dar. Aunque también se le promete mucho más de lo que haya dado:
al que tiene se le dará y le sobrará
Esperemos vigilantes, pero no cruzados de brazos. En la bolsa de valores de la vida, los talentos o acciones del Reino de Dios están siempre en alza.