LA SEMILLA QUE NO QUERÍA CRECER
Hace bastante tiempo, no lo recuerdo muy bien, pasó un
sembrador por esta tierra mía y fue dejando caer sus
semillas. Con cariño las hablaba y decía algo a cada una:
‘ ... Sé un árbol para que se posen en ti las aves del cielo ...’
‘ ... Da buen trigo, para que pueda el molinero hacerte harina
y ser luego un hermoso pan familiar ... ‘
‘ ... Crece bien, para girar luego con el sol ... ‘
‘ ... Danos buen aceite, para condimentar nuestros
alimentos los hombres ... ‘
Y aquel sembrador salía todos los días al campo para ver
crecer las plantas y contemplaba satisfecho cómo cada
una echaba sus tallos y hojas. No obstante, entre todas
aquellas plantas notaba la ausencia de una semilla que
tardaba en salir a la luz, y todos los días esperaba con ansia
y preocupación verla salir.
Allí, dentro de la tierra, se oía el rumor de la semilla:
‘ Se que es hora de crecer, de salir de la tierra y echar
raíces con firmeza, pero si salgo y no llueve
suficiente me moriré de sed, y si hace mucho frío me
congelaré, o si por el contrario hace demasiado
sol, me abrasaré; o puede que alguien me pise y me aplaste.
Yo quisiera ver el azul del día, ser un árbol fuerte, dormir
a la luz de las estrellas, pero si salgo y las
cosas van mal..., todo se acabará’.
Aquella semilla se llenó de miedos y no se atrevía a crecer;
hasta que un día, en medio de sus dudas y temores,
recordó lo que dijo el sembrador cuando la puso
en la tierra:
‘ ... ¡Crece!, porque te necesitamos. Por tu lado pasarán
muchas gentes y se sentarán aquí a descansar.
Las aves harán nidos en tus ramas y ...
Cuando recordó esto, comprendió que alguien le
esperaba y que no podía permanecer más tiempo
allí, bajo el suelo.
Se puso a crecer y cuando salió a la luz, encontró la sonrisa
del sembrador y luego vio un camino que pasaba por
allí mismo; y deseó con todo su empeño crecer más.
Vinieron las nieves y los vientos del invierno, y aún cuando aquello
parecía insoportable, luchaba con toda su fuerza con el fin
de no ser arrastrada por el viento ni tronchada por el peso de
la nieve; cuanto más recia era la ventisca y estaba a punto de
taparla, ponía más empeño por sobresalir encima de ella.
Cuando la riada de lluvia llegaba hasta su débil tronco, aquel
arbolito se agarraba firmemente a sus raíces, de
manera que no había forma de arrancarle del suelo.
Y siempre, todas las tardes encontraba la mirada del
sembrador que se fijaba en él y sonreía.